Mr. Heck Jones saltó sobre el estribo y nos guió camino arriba un par de kilómetros. Mis chavales intentaron distraerle durante el camino. Will movió las orejas y Jill se puso bizco. Chester arrugó la nariz como un conejo, pero comprendí que el Sr. Jones no estaba acostumbrado a los críos. Chesteer batió los brazos como un pájaro, Peter silbó por entre los dientes delanteros que le faltaban y Tom intentó hacer el pino en el maletero del coche, pero el Sr. Heck Jones no hizo caso a ninguno de ellos.
Finalmente, levantó su enorme brazo y señaló en la distancia.
-Ahí está su propiedad, vecino –dijo.
¡Debíais habernos visto saltar del coche! Contemplamos encantados nuestra nueva granja. Era amplia y soleada, con un roble sobre una suave loma. Claro que tenía un defecto. Del lado del camino se extendía una charca de media Hectárea, de aspecto pantanoso. En un sitio así podías perder una vaca, pero aquello era una ganga, de eso no había duda alguna.
-Mamá –le dije a mi querida Melissa-. ¿Ves ese magnífico roble sobre la loma? Ahí es donde construiremos nuestra casa.
-Ni hablar de eso –dijo Mr. Heck Jones-. Ese roble no está en su propiedad. Lo suyo es todo lo que ven bajo agua. Ni rastro de roca ni de cepa de árbol, tal como les dije.
Pensé que nos estaría gastando una pequeña broma, aunque no había ni la más mínima sonrisa en su cara.
-Pero, ¡señor! –dije-. ¡Usted afirmó muy claramente que la granja tenía cuarenta hectáreas!
-Exactamente.
-¡Pues esa charca pantanosa apenas si cubre media hectárea!
-Se equivoca usted –dijo-. Hay exactamente cuarenta hectáreas, una encima de la otra, como un pastel de hojaldre. Yo nunca dije que su granja estuviera toda sobre la superficie. Tiene cuarenta hectáreas en profundidad, Mr. McBroom. Lea el contrato.
Leí el contrato. Era verdad.
-Jii-ii, jii-jii –resopló-. ¡Se la he hecho buena, McBroom! Buenos días, vecino.
Se largó a hurtadillas, riéndose para sus adentros, hasta llegar a su casa. Pronto me enteré de que Mr. Heck siempre se reía para sus adentros. La gente me dijo que cuando colgaba su abrigo y se metía en la cama, toda esa risa de dentro le salía hacia fuera y le tenía en vela toda la noche. Pero eso no es verdad.
Sid Fleischam. La maravillosa granja de McBroom. Editorial Alfaguara
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