Los davironlenses duermen en el interior de los troncos de los árboles. Los escogen de buen tamaño y los tienen muy bien acondicionados, con dos o tres pisos, para que los benjamines no entorpezcan el sueño ligero de los más viejos. Los benjamines suelen dormir en la buhardilla, que es su sitio preferido. Allí pueden organizar guerras de almohadas y jugar al escondite sin que nadie los moleste, y asomarse por arriba, a ver lo que están haciendo los pájaros, si comen o no, y si ya ha nacido la cría rezagada del último huevo.
Esa noche, sin embargo, Davi-davirón no quiso subir a la buhardilla. Dijo que tenía miedo y que quería dormir con la abuela. Y su hermano mayor, que le llevaba un año, puso la misma disculpa.
-Yo tengo miedo –dijo-. Quiero dormir con la abuela.
Y la abuela se apresuró a hacerles un sitio en la cama, porque los tenía muy consentidos y siempre los estaba malcriando. Por si fuera poco, les llevó a escondidas una buena ración de helado de menta que había guardado para el domingo, con lo que se pusieron los dos perdidos de churretes y dejaron las sábanas pringosas. Pero eso no les importó. Los davirones, todo hay que decirlo, son un poco cochinos y no les molesta nada mancharse de barro o de tinta de bolígrafo; mucho menos de helado de menta.
Lo de que tuvieran miedo esa noche era una simple disculpa. Más cierto era que estaban muriéndose de curiosidad y querían preguntarle una cosa a la abuela; a sus padres, no, porque sus padres enseguida les mandaban a buscar la respuesta en el diccionario. Por eso se lo preguntaron a ella.
-¿Es verdad que existen los niños?
Esta abuela davirona era de las más listas del territorio y nunca en su vida había dicho una mentira. Eso que había cumplido ciento setenta años y no le habían faltado oportunidades.
-Es verdad –afirmó-. Los niños existen.
Los dos hermanos se sentaron en la cama, completamente verdes, desde el pelo hasta la cola; porque el color de la curiosidad es verde. Gracias a esa feliz coincidencia no se les notaban los churretes de helado de menta.
-¿Y cómo son?
Las abuelas casi siempre conservan el color original de los davirones, que es canela claro, como ya he dicho, debido a que todo se lo toman con mucha calma, y sólo se alteran cuando alguien les pierde las tijeras de las uñas. Entonces se ponen moradas furiosas.
-Yo los vi un día –dijo tranquilamente- cuando era así, poco mayor que vosotros. Vi tres niños bajando por el río, metidos en una barca.
-¿Tenían ruedas?
-Los que yo vi, no –dijo la abuela.
Se quedó callada un momento y añadió en un susurro.
-Se reían.
-¿Se reían?
Se hizo un silencio tan grande que se oyó rebullir a los pájaros en sus nidos, y el rumor de las hojas creció como una tormenta.
-Y eso qué es?
-Eso es cuando les da la risa-dijo la abuela. (Continuará).
El pequeño Davirón. Pilar Mateos. Editorial Anaya
Propuestas para mediadoras y para mediadores.
Esta vez, con el texto de Pilar Mateos que hemos seleccionado, introducimos una nueva manera de leer. Son dos lecturas (esta y la segunda parte), pero un solo texto, aunque dividido en dos partes. Las edades en las que pensamos que el texto (y el libro completo: El pequeño davirón, editado por Anaya) pueden hacer disfrutar a lectoras y a lectores son los siete a nueve años. No son fijas esas edades, por supuesto, como siempre comentamos. Es el conocimiento de la mediadora o del mediador quien va a adjudicar las edades de lectura. Temas, personajes, situaciones, sensaciones, actitudes, juegos, relaciones familiares, etc., se dan cita en una lectura muy apropiada a las edades a partir de 7 años.
Si disponemos del libro (en la biblioteca o porque alguien lo tenga en casa, por ejemplo), podemos hacernos una idea de quiénes eran los davirones, por las ilustraciones de Javier Serrano, gran ilustrador de la literatura infantil y juvenil. Si no es así, podemos plantear una actividad relajante, ingeniosa y que dé rienda suelta a la creatividad de los integrantes del grupo.
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