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Marcovaldo en el supermercado. (Segunda parte). Italo Calvino. Libros del Zorro Rojo (Recomendado: 16-18 años)

28 May

Marcovaldo

Marcovaldo se esforzaba en no dejar rastro, recorría un camino en zigzag por las secciones, siguiendo ora a atareadas criaditas, ora a damas emperifolladas. Y conforme una u otra alargaba la mano para tomar una calabaza amarilla y olorosa o una caja de queso en porciones, él las imitaba. Los altavoces difundían musiquillas alegres: los consumidores se movían o paraban siguiendo el ritmo, y en el momento preciso tendían el brazo, se hacían con un artículo y lo metían en su cesta, siempre al compás de la música.
El carrito de Marcovaldo estaba ahora repleto de mercancía; sus pasos lo llevaban a adentrarse en secciones menos frecuentadas; los productos de nombre cada vez menos descifrable venían en cajas con figuras que no aclaraban si se trataba de abono para lechuga o de semilla de lechuga o de lechuga propiamente dicha o de veneno para la oruga de la lechuga o de cebo para atraer a los pájaros que se comen esos gusanos o quizá de condimento para la ensalada o para los pajaritos fritos. Por si acaso, Marcovaldo se llevaba dos o tres cajas.
De esta suerte andaba entre dos altos setos de mostradores. De pronto, el pasillo se acababa y venía un largo espacio vacío y desierto con luces de neón que hacían brillar los azulejos.
Marcovaldo se encontraba allí, solo con su carro de productos, y al fondo de aquel espacio vacío estaba la salida, con la caja. Su primer impulso fue lanzarse de cabeza empujando el carrito como un tanque y escapar del supermercado con el botín antes de que la cajera pudiese dar la alarma. Pero en aquel momento por otro pasillo próximo asomó un carrito más cargado aún que el suyo, y quien lo empujaba era su mujer, Domitila. Y, por otra parte, asomaba un tercero y Filippetto que empujaba sacando fuerzas de flaqueza.
Era aquel un punto en que los pasillos de muchas secciones convergían, y de cada embocadura salía un hijo de Marcovaldo, todos empujando sus carricoches cargados como buques mercantes. Todos habían tenido la misma idea y ahora, al volverse a encontrar, advertían que habían reunido un completo muestrario de las existencias del supermercado.
-Papá, ¿entonces somos ricos? –preguntó Michelino-. ¿Habrá como para comer un año?
-¡Atrás! ¡Aprisa! ¡Alejaos de la caja! –exclamó Marcovaldo dando media vuelta y escondiéndose, él y su carga, detrás de los mostradores; y emprendió una carrera doblado en dos como bajo el fuego del enemigo, volviendo a perderse por las secciones. Un estruendo resonaba a sus espaldas, se dio la vuelta y vio a toda la familia que, empujando sus vagones como un tren, galopaba pisándole los talones.
-¡Nos va a costar una millonada!
El supermercado era espacioso e intrincado como un laberinto: había para dar vueltas horas y horas. Con todas esas provisiones, Marcovaldo y los suyos habrían tenido para pasar todo el invierno sin salir de allí. Pero los altavoces ya habían interrumpido su musiquilla y decían:
-¡Atención! ¡Dentro de un cuarto de hora cierra el supermercado! ¡Sírvanse pasar por caja!
Había llegado la hora de deshacerse de la carga: ahora o nunca. A la llamada del altavoz el tropel de clientes caía preso de una furia frenética, como si se tratase de los últimos minutos del último supermercado en el mundo entero, una furia no se sabe si de llevarse todo lo que había o de dejarlo todo, en fin, una de empujones en torno a los mostradores y Marcovaldo, con Domitila y sus hijos, aprovechaba para reponer la mercancía en los anaqueles o para deslizarla en los carritos de otras personas. Las restituciones se hacían un tanto al buen tuntún: el papel matamoscas en el mostrador del jamón, un repollo entre las tartas. No se dieron cuenta de que una señora en lugar del carrito empujaba un cochecito con un bebé: le endosaron una botella de vino.
Eso de privarse de las cosas sin haberla ni siquiera catado era un sufrimiento como para que se saltaran las lágrimas. No es de extrañar que, justo cuando dejaban un tarro de mayonesa, les viniera a la mano un racimo de plátanos y se lo quedaran; o un pollo asado en lugar de un escobón de nailon; con ese sistema sus carritos, al compás que se vaciaban, se volvían a llenar.
La familia con sus provisiones subía y bajaba por las escaleras mecánicas y en cada piso, en cualquier parte, desembocaba en pasillos obligatorios, donde una cajera centinela apuntaba con una máquina calculadora crepitante como una ametralladora contra los que hacían ademán de salir. El deambular de Marcovaldo y familia se parecía cada vez más al de animales enjaulados o al de reclusos en una luminosa prisión de muros con paneles de colores.
Arribaron a un lugar en el que los paneles de la pared estaban desmontados, donde había una escalera de mano apoyada, martillos, herramientas de carpintero y de albañil. Una empresa estaba construyendo una ampliación del supermercado. Cumplido su horario de trabajo, los obreros se habían marchado dejando las cosas de cualquier modo. Marcovaldo, provisiones al frente, se coló por el agujero de la pared. Al otro lado reinaba la oscuridad; él siguió adelante. Y la familia, con los carritos, detrás de él.
Las ruedas de los carritos rebotaban por un suelo como desempedrado, a trechos arenoso, luego por un piso de tablas mal ajustadas. Marcovaldo avanzaba balanceándose por una tabla, los otros seguían. De pronto vieron delante y detrás y arriba y abajo un montón de luces sembradas a lo lejos y alrededor el vacío.
Se hallaban en el armazón de tablones de un andamiaje, a la altura de una casa de siete pisos. La ciudad se extendía a sus pies con un centellear luminoso de ventanas y rótulos y chispazos eléctricos de los troles de los tranvías; más arriba aparecía el cielo tachonado de estrellas y de luces rojas de antenas de las emisoras de radio. El andamiaje temblaba bajo el peso de tamaña cantidad de mercancía en equilibrio. Michelino dijo:
-¡Tengo miedo!
De la oscuridad salió una sombra. Era una boca enorme, sin dientes, que se abría avanzando sobre un interminable cuello metálico: una grúa. Bajaba hacia ellos, se detenía a su altura, la quijada inferior sobre el borde del andamio. Marcovaldo inclinó el carrito, vació su mercancía en las fauces del hierro, y siguió adelante. Domitilla hizo lo mismo. Los chicos imitaron a sus padres. La grúa cerró sus fauces sobre todo aquel botín del supermercado y con un graznador movimiento de poleas echó la cabeza atrás, alejándose. Abajo se encendían y giraban los letreros luminosos de mil colores que invitaban a comprar los productos en venta en el gran supermercado.

Italo Calvino. Marcovaldo. Libros del Zorro Rojo

Propuestas para mediadoras y para mediadores.
Texto

Vamos a hablar de una palabra. La habrás oído en muchas ocasiones. Sabes, por tanto, lo que significa. Es la palabra obsoleto. Su significado es (siempre según el diccionario de la RAE): pasado de moda, antiguo, en desuso. De esa palabra tenemos obsolescente: que está volviéndose obsoleto. Es una palabra que vas a leer ahora, en la dirección que te proponemos.

Pero hay dos palabras que sobrevuelan, sobre casi todo lo que tiene que ver con la compra y la venta de productos en los comercios. Quizá mejor diremos, como en el caso de Marcovaldo y familia, en los supermercados, también llamados “grandes superficies”. Esas dos palabras-clave son: el verbo consumir y el sustantivo moda. Te proponemos un juego del español, de nuestro idioma, con la palabra moda. Quizá sepas también usos de esa palabra en inglés, francés, alemán, chino u otros idiomas. Pero hoy el juego consiste en relacionar correctamente números y letras. Frases con la palabra moda y los significados que tiene:

1 Pasar de moda.
2 Estar de moda.
3 Entrar en la moda.
4 Ponerse de moda.
5 Ir a la moda.

A Vestirse según las tendencias que gustan a un público determinado y mayoritario.
B Considerar algo antiguo y obsoleto.
C Realizar algo que gusta, puntualmente, a un público variado y abundante.
D Observar una tendencia que gusta mayoritariamente y adoptarla.
E Fenómeno, situación, actitud, modelo que antes no era común y del gusto de la mayoría y, sin embargo, pasa a serlo, por determinadas circunstancias. “Se ha puesto de moda el chicle de sandía”.

(La solución es:  1-b;  2-d; 3-c; 4-e;  5-d)

Palabra magica
Hoy la palabra mágica es venta. En un mundo como el actual, abarrotado de productos que se venden, hay una palabra fundamental, que ayuda a vender un producto. Y esa palabra es publicidad. Se habla ahora, por la importancia que tiene, del poder de la publicidad. Visita la página siguiente, donde encontrarás informaciones muy interesantes sobre el fenómeno de la publicidad

Ya has visto lo que se utiliza, frecuentemente, como técnica publicitaria: la PLV. Son las siglas de: Publicidad en el Lugar de Venta. Ahí podemos encontrar desde el stand propiamente dicho, expositores, carteles, pantallas digitales y toda clase de elementos que permitan mejorar la venta del producto, que hagan buena publicidad.

Lo más difícil, hoy en día, es superar a la competencia. Es decir: ganar en la rivalidad entre dos o más empresas que ofrecen el mismo o muy parecido producto para vender.
Cuentame

Pues hoy te toca a ti vendernos tu producto. Es una decisión enormemente personal. Tienes que pensar, primero, qué producto es el que vas a publicitar y por qué te interesa venderlo. Como pasos que puedes seguir, te recomendamos:

1º Haz primero un análisis de los métodos de publicidad que usan los productos que te interesan.
2º ¿A quién vas a dirigir tu producto? Elige, primero, la franja de edad a quien va dirigido: ¿es un producto para niños y niñas, jóvenes, adultos?
3º ¿En qué lugar crees que se podría publicitar tu producto, para obtener un importante resultado en las ventas? Numera de la a) a la g), según tu criterio, el medio que elegirías:

  1. En la televisión, en el horario estrella.
  2. En internet.
  3. En la prensa diaria.
  4. En el cine, antes de una película.
  5. En la PLV de un gran almacén.
  6. En los buzones de las casas importantes de tu ciudad.
  7. En las tiendas de las ciudades, donde se comercialice tu producto.

Bien. Ya sabemos una serie de técnicas que usan los fabricantes de distintos productos y, otras, las de los vendedores. Hemos ido también a los lugares que se consideran más idóneos, para vender los productos. Hasta hemos analizado cuándo promocionarlos y dónde hacerlo. Toda una serie de cosas que hay que hacer para vender mejor. Y ahora, nos vamos al otro lado del “río” de las ventas, a la otra orilla.

Entramos en el mundo de las compradoras y de los compradores de productos. Ese lugar al que vamos habitualmente, casi sin pensarlo. Y nos hacemos, por ello, una serie de frases, para saber si somos lo suficientemente libres en nuestras decisiones o, por el contrario, estamos presos de quienes venden y de sus fórmulas de venta. Es decir, esclavos del consumismo feroz. Son frases, las que ahora vas a ver, con las que tienes que estar de acuerdo, o no; pero tu sola o tu solo. Suma los números de las frases con las que estás de acuerdo. Es lo que tú haces. Al final, sabrás el grado de libertad que tienes o el grado de consumista que eres.

1. Cuando salgo de casa, voy a pasar un rato con alguien, porque tenemos tiempo para charlar. Y mi vicio es ir a un concierto. Si es de los Rolling Stones y tengo dinero, mejor que mejor. Son geniales.
2. Cuando salgo de casa, voy al gran almacén, a ver qué hay que me pueda comprar.
3. Suelo comprar algo que no necesito, cuando está a buen precio y me mola mucho. A mí me gusta comprar.
4. Creo que para comprar, lo que sea, siempre se puede conseguir dinero.
5. Tengo varios sitios fantásticos para comprar. Son mis preferidos y me tratan genial.
6. Me conocen ya los dependientes porque yo, en eso, no fallo nunca.

Si, por casualidad, sólo consideras que hay una frase con la que estás de acuerdo, es decir, responde a lo que piensas y dices, ¡enhorabuena! Es la número 1. O sea, tu número.
Autor
Italo Calvino

Nació el 15 de octubre de 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba) y murió el 19 de septiembre de 1985 en Siena (Italia).
Sus padres eran italianos, y se marcharon pronto a Italia donde inició su formación.
Tuvo que abandonar sus estudios por el comienzo de la segunda guerra mundial. Se afilió al Partido comunista italiano que abandonaría posteriormente. Después de la guerra estudia Literatura en la Universidad de Turín. Muy interesado por denunciar y analizar todos los temas contemporáneos, entre otros: la soledad, el miedo, la alienación urbana, utilizando un lenguaje irónico. En sus libros hay mezcla de realidad y fantasía.

Nuestro observatorio

Se pueden consultar más datos biográficos en Wikipedia

Bibliografía
Ofrecemos, a continuación, una relación de libros tomada de Canal Lector

 

Marcovaldo en el supermercado. (Primera parte). Italo Calvino. Libros del Zorro Rojo (Recomendado: 16-18 años)

21 May

Marcovaldo

A las seis de la tarde la ciudad caía en manos de los consumidores. A lo largo de toda la jornada la gran ocupación de la población productora era producir: producían bienes de consumo. A una hora determinada, como por el disparo de un interruptor, dejaban de producir y, ¡andando!, se lanzaban todos a consumir. Cada día, cuando una floración impetuosa no acaba de abrirse tras los escaparates iluminados, ni los rojos embutidos habían sido colgados, ni las torres de platos de porcelana se habían alzado hasta el techo, ni los rollos de tela se habían desplegado y mostrado como ruedas de pavo real, ya irrumpía el gentío consumidor a desmantelar, roer, palpar y arrasar con todo. Una fila ininterrumpida serpeaba por las aceras y los soportales, se prolongaba a través de las puertas de cristal de los comercios alrededor de todos los mostradores, impelida por los codazos de todo el mundo en las costillas de todo el mundo a modo de continuos golpes de émbolo. ¡Consumid!, y tocaban los artículos y los dejaban y otra vez a tocarlos y se los arrancaban mutuamente de las manos; ¡consumid!, y obligaban a las pálidas dependientas a desplegar sobre el tablero más y más ropa blanca; ¡consumid!, y los carretes de cordel encarnado giraban como peonzas, las hojas de papel floreado sacudían sus alas envolviendo las compras en paquetitos y los paquetitos en paquetes y los paquetes en paquetones, atado cada uno con un lazo. Y sucesivamente paquetones, paquetes, paquetitos, bolsas, bolsitas se arremolinaban alrededor de la caja en un atasco insoluble, manos hurgaban en los bolsillos buscando los monederos y dedos hurgaban en los monederos buscando las monedas, y allá abajo, en un bosque de piernas anónimas y faldones, los críos que ya no eran llevados de la mano se perdían y lloraban.
Una de aquellas tardes Marcovaldo salió con la familia a distraerse. Hallándose sin un céntimo, su distracción consistía en ver como los demás hacían compras; por lo mismo que el dinero, cuanto más circula, tanto más esperado es por quien no lo tiene: “Tarde o temprano acabará por caer, por poco que sea, también en mis bolsillos”. Aunque a Marcovaldo su paga, entre que era poca y que en la familia eran muchos y que había que pagar plazos y deudas, se le iba el momento de cobrarla. Con todo, darse una vuelta por el supermercado no dejaba de ser su entretenimiento.
El supermercado funcionaba en régimen de autoservicio. Tenía sus carritos, una especie de cestos de metal con ruedas, y cada cliente empujaba su carrito y lo llenaba de todo lo imaginable. También Marcovaldo, al entrar se hizo con su carrito, otro su mujer y otros más cada uno de sus cuatro hijos. Y allá marchaban en fila empujando sus carritos, entre mostradores atestados de montañas de cosas comestibles, señalándose unos a otros las longanizas y los quesos y nombrándolos, como si reconocieran en la multitud caras de amigos, o por lo menos de conocidos.
-Papá, ¿podemos llevar esto? –preguntaban a cada minuto los niños.
-No, no hay que tocarlo, está prohibido –decía Marcovaldo acordándose de que al final de la vuelta les aguardaba la cajera para la suma.
-¿Y por qué aquella señora lo toma? –insistían, viendo a tantas buenas mujeres que, si entraron para comprar solo un par de zanahorias y un apio, no podían resistir ante una pirámide de tarros y ¡tum!, ¡tum!, ¡tum!, con un gesto entre absorto y resignado dejaban caer latas de tomates pelados, melocotones en almíbar, anchoas en aceite que repiqueteaban en el carrito.
La cuestión es que, si tu carrito está vacío y los otros llenos, llega un momento en que no lo aguantas: entonces te entra una envidia, una congoja y no te puedes contener. En esa coyuntura Marcovaldo, después de haber instado a su mujer y a sus hijos a que no tocaran nada, dobló veloz por un pasillo entre los mostradores, se hurtó a la vista de sus familiares y, tomando de un anaquel una caja de dátiles, la depositó en su carrito. Quería únicamente darse el gusto de pasearla diez minutos, exhibir él también sus compras como los demás, y después devolverla a donde la había encontrado. Esa caja, y de paso una roja botella de salsa picante y un paquete de café y una bolsa azul de fideos. Marcovaldo tenía la impresión de que, haciéndolo con cuidado, podía por lo menos durante un cuarto de hora experimentar el gozo de quien sabe elegir un artículo, sin tener que pagar ni una moneda. ¡Pero ay si lo veían los chicos! ¡Al momento les daría por imitarlo y se armaría un lío!

Italo Calvino. Marcovaldo. Libros del Zorro Rojo