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La zorra y el tambor. Popular. Editorial Combel (Recomendado: 9-11 años)

18 Jun

elibrodelasfabulas

Una vez, una zorra que hacía no sé cuántas horas que no hincaba el diente a nada, porque corrían malos tiempos y había mucha escasez, merodeaba por una alameda umbría (1) cuando vio un tambor colgado de una rama. No se sabe de quién era, pero seguro que lo habían dejado allí para ir a buscarlo más tarde.
Era la hora del viento marero (2), que llega puntualmente todos los días y alborota las cañas de los cañaverales y las copas de los álamos, los sauces, los chopos y los alisos (3) que crecen a la orilla de los ríos y rieras (4). Al soplar, agitó las ramas del álamo en el que estaba el tambor, y éstas percutieron como baquetas (5) sobre el instrumento y le arrancaron una serie de sonidos alargados y profundos.
El sonido llamó la atención a la zorra y la hizo detenerse. Miró el instrumento y, como le pareció un odre o un pellejo de los que se llenan de cosas de comer, pensó que, seguramente, dentro habría algo aprovechable, quizá carne en conserva o, tal vez, fruta confitada, y que, por tanto, valía la pena intentar atraparlo.
Con ese propósito, dio un salto, golpeó el tambor con el hocico y lo hizo caer al suelo. A continuación, rasgó el tenso parche de piel con los dientes, para ver lo que había dentro, pero…, ¡qué amarga desilusión! ¡No había nada más que aire! Ni carne en conserva, ni fruta confitada, el tambor estaba completamente vacío.
-Ahora que lo pienso, no me extraña –reflexionó-. Bien lo dice el dicho: mucho ruido y pocas nueces, o sea, que quien mucho habla, poco piensa. Y por no pensar, volvemos a tropezar con la misma piedra. Sin más tiempo que perder, se marchó de allí a paso ligero, a ver si encontraba algo menos ruidoso y más sustancioso.

NOTAS

(1) Alameda: conjunto o bosque de árboles que se llaman álamos. Umbría que no le da el sol.
(2) Viento marero: viento que viene del mar.
(3) Aliso: árbol muy alto.
(4) Rieras: lugares por donde pasan las aguas de las lluvias.
(5) Percutieron como baquetas: sonaron como una batería de música.

Albert Jané i Riera (Recopilador). El libro de las fábulas. Editorial Combel

Propuestas para mediadoras y para mediadores
RECURSOS
Texto

Lo que leemos, en las primeras líneas es que la protagonista de la lectura es una zorra. A la que no le resultaba fácil comer, porque hacía bastantes horas que no hincaba un diente a nada. Hincar el diente, como tú ya sabes, significa lo mismo que comer. Es el movimiento que hacemos al comer: hincar el diente o los dientes a los alimentos. Y aquí tienes dos páginas, de un maravilloso programa que tenía Félix Rodríguez de la Fuente, naturalista y protector de los animales. Fueron muchos años los que él trabajó para darnos imágenes, sonidos y la historia real de la fauna en este planeta. Todos los que veíamos sus programas, en televisión española, lloramos su desaparición, en el año 1980. Aún quedan eso sí, maravillosos documentos de lo que fue, con sus compañeros, el trabajo a favor de la vida animal.

La siguiente página, también dedicada al zorro, está realizada por la Fundación amigos del Planeta. La imagen final es muy fuerte, terrible. Si eres muy sensible al dolor de los animales, te recomendamos que no la veas.

Palabra magica

La palabra mágica hoy es un verbo en modo indicativo, tiempo perfecto simple o indefinido (que se llama de las dos maneras), tercera persona en femenino singular del verbo reflexionar. ¡Sí! Lo has conseguido. La palabra mágica es reflexionó. Es lo que hace la zorra, animal listo, muy listo. En la página de BioEnciclopedia.com tienes el resumen de las características del zorro: peso, tamaño, sentidos (vista y oído), lugares de vida, tipos de zorros y alimentación y otras muchas cosas, que te interesarán sobre este animal.

Y como conoces el verbo a que hace referencia la palabra mágica, di cuáles de estas frases son posibles y cuáles imposibles. No olvides el significado que da el diccionario de la palabra reflexionar.

a) Mi reloj reflexiona a cada minuto.
b) Antes de un problema, procuro reflexionar.
c) El banco donde me siento, siempre está reflexionando.
d) Hay que reflexionar mucho para tomar esa decisión.
e) La montaña se pasa la visa reflexionando.

(Solución: las respuestas posibles correctas son la b y la d.)
Cuentame

Hemos visto, después de la lectura de La zorra y el tambor, algunas de las características más sobresalientes del zorro. ¿Te consideras conocedora o conocedor de los animales? ¿Serías capaz de establecer, en una lista, cuáles son los diez animales que los profesionales consideran más inteligentes? La lista de animales es esta:

Pulpo. Elefante. León. Perro. Cuervo. Tigre. Chimpancé. Cerdo. Loro. Rata. Oveja. Delfín.

Selecciona los diez más inteligentes. En la próxima página, puedes ver cuáles son y cómo actúan.

Pero, ¡atención! Es probable que te suceda lo mismo que a nosotros. Sí, hasta aquí, creemos que podríamos llegar a la lista de los animales más inteligentes. Pero nos falta uno. Puede que tú hayas oído o visto a esta ave que nos falta. Para nosotros es una novedad. Es un ave que se llama kea. Y es capaz de hacer cosas más que inteligentes, alucinantes. Echa un vistazo y a ver si estás de acuerdo con el adjetivo alucinante.

Autor

Vamos a ver qué nos dice el texto que has leído hoy, el de La zorra y el tambor. Una pregunta muy fácil, facilísima para ti: ¿qué nombre tiene el autor o la autora de este texto que acabas de leer? Si no lo sabes mira, al principio, lo que pone cuando dice autor. Pone popular. ¿Y a quién corresponde ese nombre? Di cuál de estas respuestas es la correcta:

1.- Es una autora que sabe mucho de animales (2 puntos).
2.- Es un autor que sabe muchísimo de instrumentos, como el tambor. (6 puntos)
3.- Popular quiere decir que es del pueblo. Es una historia que conoce mucha gente y que se va contando de padres a hijos, a nietas y a nietos…, durante años y años. (5 puntos)

Después de decir cuál es la respuesta verdadera, haz una operación matemática, muy sencilla, para comprobar si has dicho lo correcto. Sumamos los puntos de las tres respuestas: 2 + 6 + 5. Si al resultado le restamos 8 puntos, hemos ganado los puntos que da la respuesta correcta. ¡Bravo! ¡Enhorabuena! Sabes muy bien qué es un texto que se denomina popular. Son tus mágicos 5 puntos.

 Bibliografía
Más libros sobre fábulas en Canal Lector

Gasipum y popotraques. Roald Dahl. Editorial Alfaguara (Recomendado: 11-14 años)

11 Jun

grangigantebonachon

Sofía no solo empezaba a sentir apetito, sino que también estaba muy sedienta. De estar en su casa, ya habría terminado el desayuno mucho antes.
-¿Estás seguro de que no hay nada para comer, por aquí, aparte esos repelentes pepinásperos? –preguntó.
-¡Ni una pipipulga! –contestó el Gran Gigante Bonachón.
-En ese caso, ¿puedo beber un poco de agua?
-¿Agua? –repitió el GGB, frunciendo el ceño-. ¿Qué es el agua?
-¡Lo que nosotros bebemos! –dijo Sofía-. ¿Qué tomáis vosotros?
-¿Nosotros? ¡Gasipum! –contestó Bonachón-. Todos los gigantes beben gasipum.
-¿Y es tan malo como los dichosos pepinásperos? –quiso saber Sofía.
-¿Malo? -protestó el GGB-. ¡Nada de malo! El gasipum es dulce y alegroso.
Se levantó de la silla y se dirigió a un segundo armario enorme del que sacó una botella de vidrio que mediría dos metros de altura. Estaba medio llena de un líquido verde pálido.
-¡Esto es el gasipum! –anunció, alzando la botella con orgullo, como si se tratase de algún vino viejo y raro-. ¡Delicioso y picoso gasipum!
Agitó la botella, y el líquido verde comenzó a burbujear como loco.
-¡Oh, pero si las burbujas van al revés! –exclamó Sofía.
Y así era. En vez de subir y estallar en la superficie, las burbujas descendían y estallaban en el fondo, donde se formaba una espuma verde.
-¿Qué demonio quieres decir con eso de que van al revés?–gruño Bonachón.
-En nuestras bebidas gaseosas –explicó Sofía-, las burbujas siempre suben y estallan arriba.
-¡Pues eso es mal! -afirmó el GGB-. Las buruburubujas no tienen que subir. Es la tontería más torontonta que he oído.
-¿Por qué?
-¿Y tú me preguntas por qué? –gritó el gigante, moviendo la botella de un lado a otro, como si dirigiese una orquesta-. ¿De veras quieres hacerme creer que no entiendes qué es un dispirate, eee… un disraspate, eso de las buruburujas tengan que subir en vez de bajar?
-No entiendo. ¿Quieres explicarte de una vez? –preguntó Sofía, muy educadita.
-¡Claro! –voceó el Gran Gigante Bonachón-. Es una torontontería, eso de las buburujas subiendo. Y si no lo entiendes, es que es más boba que un perripato. Tu cabeza debe de ser llena de rabos de recuajo y patas de mosquito. ¡Me asusta ver que no sabes pensar!
-¿Por qué no han de subir las burbujas –inquirió Sofía.
-Te lo diré, pero antes isplícame cómo se llama vuestro gasipum.
-Tenemos la Coca –contestó Sofía-. Otra es la Pepsi, pero hay muchas marcas y clases de bebidas gaseosas.
– ¿Y en todas suben las buruburuburujas?
-¡Sí, claro!
Catastroso! –exclamó el GGB-. ¡Buruburuburujas subiendo son una catastrosa desástrofe!
-Dime por qué –insistió la niña.
-Si escuchas bien, trataré de explicártelo –dijo el gigante-. Pero tu seso es tan lleno de pulguirrabijos, que no creo que lo entiendas.
-Haré cuanto sea posible –respondió Sofía con paciencia.
-Bien… Cuando tú bebes esa coquia vuestra, cae diridectamente a tu barriga, ¿no? ¿O me evicoco?
-No te equivocas –dijo Sofía.
-Y las burburujas van también a la barriga. ¿O no es así?
-Sí que van, claro.
-¿Y esas burburujas suben?
-¡Naturalmente!
-Lo que quiere dicir que saldrán todas, blup-blup, por la garganta y por la boca y os harán soltar un uructo asqueroso…
-Eso sucede con frecuencia, sí –admitió Sofía-. Pero un pequeño eructo de vez en cuando, no tiene importancia. Casi es divertido.
Uructar es muy feo! –exclamó Bonachón-. Los gingantes nunca lo hacemos.
-Sin embargo, con esa bebida… -señaló Sofía-. ¿Cómo la llamáis?
-Gasipum.
-Con el gasipum –dijo la niña- las burbujas de vuestras barrigas bajarán y… tendrán un resultado todavía peor.
-¿Por qué peor? –preguntó el GGB, sorprendido.
-Porque… -respondió Sofía, sonrojándose un poquito-, si bajan en vez de subir, tendrán que salir por otra parte, con un ruido aún más fuerte y más ordinario.
-¡Ah, con un popotraque, quieres decir! –exclamó el Gran Gigante Bonachón, muy sonriente-. ¡Los gingantes soltamos popotraques continuamente! Eso es señal de filicidad. ¡Es música para nuestros oídos! No vas a dicirme que un poco de popotraqueo es cosa prohibida entre los guisantes humanos…
-Se considera de muy mala educación –contestó Sofía.
-Pero tú bien debes soltar algún popotraque de vez en cuando ¿no? –quiso saber el GGB.
-Todo el mundo lo hace –reconoció la niña-. Los reyes y las reinas popotraquean, como lo llamáis. Y los bebés. Pero en mi tierra no es fino hablar de eso.
Rindículo! –dijo el gigante-. Si todo el mundo hace popotraques, ¿por qué no hablar de ello? Ahora mismo voy a beber un trago del dilicioso gasipum, y verás qué buen resultado.
El GGB agitó la botella con fuerza. El líquido verde pálido empezó a burbujear alegremente. Entonces, Bonachón quitó el tapón y tomó un enorme y gorgoteante sorbo.
-¡Hum, qué sabigustoso! –comentó-. ¡Me tusiásmisa!
El GGB permaneció inmóvil durante unos segundos, y una expresión de embeleso empezó a extenderse por su cara larga y arrugada. Hasta que, de pronto, la bebida hizo su efecto y el gigante soltó una serie de ruidos, los más sonoros y ordinarios que Sofía hubiese oído jamás. Retumbaban contra las paredes de la cueva como truenos, y los botes de vidrio temblaron en sus estantes. Pero lo más asombroso fue que la fuerza de las explosiones levantó al gigante del suelo, casi como un cohete.
-¡Yuppiii! –gritó Bonachón al fin, cuando se vio de nuevo en el suelo-. ¡Y ahora te toca a ti!
Sofía se echó a reír, no podía contenerse.
-¡Pruébalo! –insistió el Gran Gigante Bonachón, al mismo tiempo que inclinaba hacia ella la colosal botella.
-¿No tienes una taza? –preguntó la niña.
-Nada de tazas. Sólo botella.
Sofía abrió la boca y el gigante vertió en ella, con sumo cuidado, un poco de aquel formidable gasipum.
-¡Mmmmm, sí era riquísimo! Dulce y muy refrescante. Sabía a vainilla y crema, con un ligero aroma de frambuesas al paladearlo bien. Y las burbujas resultaban agradabilísimas. Sofía notó cómo le saltaban y estaban en el interior de su barriga. Era una sensación estupenda. Le parecía tener centenares de diminutos seres danzando en su interior y haciéndole cosquillas con los dedos de los pies. ¡Qué divertido!
-¡Oh, qué gracia! –dijo.
-¡Espera, espera! –respondió el GGB, con unas orejas que se movían como abanicos.
Sofía sintió que las burbujas bajaban y bajaban por su barriga, hasta que, de repente y sin que ella pudiera evitarlo, ¡se produjo la explosión! Sonaron las trompetas y las paredes de la cueva resonaron como antes.
-¡Bravo! –gritó el Gran Gigante Bonachón, agitando la botella-. ¡Muy bien, para ser una primcipiante! ¡Vamos a tomar otro trago!

Roald Dahl. El gran gigante bonachón. Editorial Alfaguara

Propuestas para mediadoras y para mediadores

Texto

Partimos de un principio, que se basa sólo en el nombre del título del libro de Roald Dahl: El Gran Gigante Bonachón.
Oscar Wilde escribió El gigante egoísta, ahora en editorial Laberinto. En la página de Ciudad Seva, podemos leer, también, el texto completo de Oscar Wilde.
Sí, casi nunca han tenido buena prensa los gigantes en los cuentos. Han sido egoístas, perversos, malvados y toda una serie de adjetivos que no les hacían ningún favor. Hasta se han hecho películas, libros, dibujos animados y muchas cosas, para prevenirnos de los espantosos gigantes, como Jack el Caza Gigantes

Pero sólo el título de Roald Dahl plantea algo diferente: el aumentativo bonachón (no podía ser menos, tratándose de un gigante) es el que es muy bueno, amable, dócil, crédulo. Nada que ver con la imagen que nos han dado la literatura o el cine, de los gigantes.

Palabra magica
Hoy la palabra mágica es beber. Toda la historia se desarrolla en torno a esa palabra. Fue Sofía la que sentía hambre y sed. Y ya casi le importaba menos el hambre que tenía. Quería, sobre todo, beber. Y no pedía ninguna cosa rara y difícil de conseguir. Pedía sólo agua. ¿Se puede pedir menos a alguien que un vaso de agua?

Pues ese fue el principio. El gigante era tan bueno, tan bonachón, que quiso ofrecerle lo más maravilloso, lo más preciado para los gigantes a la pobre Sofía. Y ahí empezaron a desarrollarse los acontecimientos. ¿Sería que el Gigante Bonachón era uno de los defensores más importantes del planeta, en el ahorro de agua?

¿Conocería la información que ahora puedes ver?

No. Nada más lejos de todo esto. Él sólo quería ofrecer a Sofía, para su sed, lo mejor que tenía. Es un rasgo de generosidad impresionante. Le ofrecía algo que era como una joya de la que él disfrutaba. Le ofrecía ¡Gasipum! Tan maravilloso era el gasipum para el Gigante, que empezó a decir cosas raras con sus palabras. Seguro que lo has descubierto ya.

Cuentame

¿Cómo crees que reaccionó Sofía, cuando el Gigante le ofreció el gasipum? ¿Crees que tú habrías hecho lo mismo? Probablemente, la pregunta que te harían los mayores que te quieren y las personas de las que podemos fiarnos del todo, sería: ¿cómo se te ocurre probar algo que no conoces? Lo que has leído es literatura, donde todo es posible. Hasta que existan los gigantes, que además sean bonachones y que, encima, tengan una bebida riquísima, aunque produzca efectos de ruidos, que dan bastante vergüenza. Lo que sin duda, es bastante divertido. Pero lo que nos apetece que nos cuentes son varias cosas. A ver si puedes estrujar un poco tu memoria.

¿Hay, donde vives, alguien con tamaño suficiente como para llamarlo Gigante? Puede ser una chica o un chico. ¿Se dedica a algo en especial? ¿Juega al baloncesto? ¿Se dedica a subir a hombros a los pequeños, que hacen cola para ser los primeros que van en el gigante? ¿Te gustaría tener un tamaño para que te llamaran gigante o prefieres ser como eres?

Por si te apetece, y antes de decidir sobre tu tamaño futuro, aquí puedes ver un video sobre el hombre más alto del mundo.

En estas otras páginas nos hablan del Gran Gigante Bonachón y del próximo estreno de la película dirigida por Steven Spielberg.

Autor

Roald Dahl

Nació el 13 de septiembre de 1916 en Llandaff (Inglaterra) y murió en Oxford (Inglaterra) el 23 de noviembre de 1990.

De origen noruego. Su padre murió cuando él tenía 3 años. Fue a una escuela cercana a su casa hasta los 9 años y después a un internado en un colegio inglés. Terminó el bachillerato con 18 años. A su madre le hubiera gustado que estudiara en la Universidad pero él no quiso y comenzó a trabajar para una compañía de petróleo. Su deseo era viajar y se marchó a África. De esa época dice: “Era una vida fantástica (…) Aprendí a hablar swahili. Viajaba hacia el interior del país visitando minas de diamantes, plantaciones de sisal, minas de oro y todo lo demás. Había jirafas, elefantes, cebras, leones y antílopes por todas partes, y también serpientes…”

Se casó en 1953 y fue padre de cinco hijos a los que contaba cuentos. Escribía los libros en una cabaña que había al fondo de su casa.

Él decía que estaba siempre a favor de los niños. Le gustaban los deportes y la fotografía. Muchos de sus libros han sido llevados al cine.

El ilustrador de la mayoría de sus libros fue Quentin Blake. Este dijo de Roald Dahl que tenía la capacidad de imaginar situaciones surrealistas igual que él. Además comentó que supo crear en sus libros un mundo entre lo real y lo insólito.

Nuestro observatorio
En las siguientes páginas se pueden ampliar algunos datos sobre Roald Dahl, además de conocer su página web y un estudio sobre su vida y obra de Imaginaria.

Bibliografía

Ofrecemos, a continuación, una selección de libros del autor tomada de Canal Lector.

 

Marcovaldo en el supermercado. (Segunda parte). Italo Calvino. Libros del Zorro Rojo (Recomendado: 16-18 años)

28 May

Marcovaldo

Marcovaldo se esforzaba en no dejar rastro, recorría un camino en zigzag por las secciones, siguiendo ora a atareadas criaditas, ora a damas emperifolladas. Y conforme una u otra alargaba la mano para tomar una calabaza amarilla y olorosa o una caja de queso en porciones, él las imitaba. Los altavoces difundían musiquillas alegres: los consumidores se movían o paraban siguiendo el ritmo, y en el momento preciso tendían el brazo, se hacían con un artículo y lo metían en su cesta, siempre al compás de la música.
El carrito de Marcovaldo estaba ahora repleto de mercancía; sus pasos lo llevaban a adentrarse en secciones menos frecuentadas; los productos de nombre cada vez menos descifrable venían en cajas con figuras que no aclaraban si se trataba de abono para lechuga o de semilla de lechuga o de lechuga propiamente dicha o de veneno para la oruga de la lechuga o de cebo para atraer a los pájaros que se comen esos gusanos o quizá de condimento para la ensalada o para los pajaritos fritos. Por si acaso, Marcovaldo se llevaba dos o tres cajas.
De esta suerte andaba entre dos altos setos de mostradores. De pronto, el pasillo se acababa y venía un largo espacio vacío y desierto con luces de neón que hacían brillar los azulejos.
Marcovaldo se encontraba allí, solo con su carro de productos, y al fondo de aquel espacio vacío estaba la salida, con la caja. Su primer impulso fue lanzarse de cabeza empujando el carrito como un tanque y escapar del supermercado con el botín antes de que la cajera pudiese dar la alarma. Pero en aquel momento por otro pasillo próximo asomó un carrito más cargado aún que el suyo, y quien lo empujaba era su mujer, Domitila. Y, por otra parte, asomaba un tercero y Filippetto que empujaba sacando fuerzas de flaqueza.
Era aquel un punto en que los pasillos de muchas secciones convergían, y de cada embocadura salía un hijo de Marcovaldo, todos empujando sus carricoches cargados como buques mercantes. Todos habían tenido la misma idea y ahora, al volverse a encontrar, advertían que habían reunido un completo muestrario de las existencias del supermercado.
-Papá, ¿entonces somos ricos? –preguntó Michelino-. ¿Habrá como para comer un año?
-¡Atrás! ¡Aprisa! ¡Alejaos de la caja! –exclamó Marcovaldo dando media vuelta y escondiéndose, él y su carga, detrás de los mostradores; y emprendió una carrera doblado en dos como bajo el fuego del enemigo, volviendo a perderse por las secciones. Un estruendo resonaba a sus espaldas, se dio la vuelta y vio a toda la familia que, empujando sus vagones como un tren, galopaba pisándole los talones.
-¡Nos va a costar una millonada!
El supermercado era espacioso e intrincado como un laberinto: había para dar vueltas horas y horas. Con todas esas provisiones, Marcovaldo y los suyos habrían tenido para pasar todo el invierno sin salir de allí. Pero los altavoces ya habían interrumpido su musiquilla y decían:
-¡Atención! ¡Dentro de un cuarto de hora cierra el supermercado! ¡Sírvanse pasar por caja!
Había llegado la hora de deshacerse de la carga: ahora o nunca. A la llamada del altavoz el tropel de clientes caía preso de una furia frenética, como si se tratase de los últimos minutos del último supermercado en el mundo entero, una furia no se sabe si de llevarse todo lo que había o de dejarlo todo, en fin, una de empujones en torno a los mostradores y Marcovaldo, con Domitila y sus hijos, aprovechaba para reponer la mercancía en los anaqueles o para deslizarla en los carritos de otras personas. Las restituciones se hacían un tanto al buen tuntún: el papel matamoscas en el mostrador del jamón, un repollo entre las tartas. No se dieron cuenta de que una señora en lugar del carrito empujaba un cochecito con un bebé: le endosaron una botella de vino.
Eso de privarse de las cosas sin haberla ni siquiera catado era un sufrimiento como para que se saltaran las lágrimas. No es de extrañar que, justo cuando dejaban un tarro de mayonesa, les viniera a la mano un racimo de plátanos y se lo quedaran; o un pollo asado en lugar de un escobón de nailon; con ese sistema sus carritos, al compás que se vaciaban, se volvían a llenar.
La familia con sus provisiones subía y bajaba por las escaleras mecánicas y en cada piso, en cualquier parte, desembocaba en pasillos obligatorios, donde una cajera centinela apuntaba con una máquina calculadora crepitante como una ametralladora contra los que hacían ademán de salir. El deambular de Marcovaldo y familia se parecía cada vez más al de animales enjaulados o al de reclusos en una luminosa prisión de muros con paneles de colores.
Arribaron a un lugar en el que los paneles de la pared estaban desmontados, donde había una escalera de mano apoyada, martillos, herramientas de carpintero y de albañil. Una empresa estaba construyendo una ampliación del supermercado. Cumplido su horario de trabajo, los obreros se habían marchado dejando las cosas de cualquier modo. Marcovaldo, provisiones al frente, se coló por el agujero de la pared. Al otro lado reinaba la oscuridad; él siguió adelante. Y la familia, con los carritos, detrás de él.
Las ruedas de los carritos rebotaban por un suelo como desempedrado, a trechos arenoso, luego por un piso de tablas mal ajustadas. Marcovaldo avanzaba balanceándose por una tabla, los otros seguían. De pronto vieron delante y detrás y arriba y abajo un montón de luces sembradas a lo lejos y alrededor el vacío.
Se hallaban en el armazón de tablones de un andamiaje, a la altura de una casa de siete pisos. La ciudad se extendía a sus pies con un centellear luminoso de ventanas y rótulos y chispazos eléctricos de los troles de los tranvías; más arriba aparecía el cielo tachonado de estrellas y de luces rojas de antenas de las emisoras de radio. El andamiaje temblaba bajo el peso de tamaña cantidad de mercancía en equilibrio. Michelino dijo:
-¡Tengo miedo!
De la oscuridad salió una sombra. Era una boca enorme, sin dientes, que se abría avanzando sobre un interminable cuello metálico: una grúa. Bajaba hacia ellos, se detenía a su altura, la quijada inferior sobre el borde del andamio. Marcovaldo inclinó el carrito, vació su mercancía en las fauces del hierro, y siguió adelante. Domitilla hizo lo mismo. Los chicos imitaron a sus padres. La grúa cerró sus fauces sobre todo aquel botín del supermercado y con un graznador movimiento de poleas echó la cabeza atrás, alejándose. Abajo se encendían y giraban los letreros luminosos de mil colores que invitaban a comprar los productos en venta en el gran supermercado.

Italo Calvino. Marcovaldo. Libros del Zorro Rojo

Propuestas para mediadoras y para mediadores.
Texto

Vamos a hablar de una palabra. La habrás oído en muchas ocasiones. Sabes, por tanto, lo que significa. Es la palabra obsoleto. Su significado es (siempre según el diccionario de la RAE): pasado de moda, antiguo, en desuso. De esa palabra tenemos obsolescente: que está volviéndose obsoleto. Es una palabra que vas a leer ahora, en la dirección que te proponemos.

Pero hay dos palabras que sobrevuelan, sobre casi todo lo que tiene que ver con la compra y la venta de productos en los comercios. Quizá mejor diremos, como en el caso de Marcovaldo y familia, en los supermercados, también llamados “grandes superficies”. Esas dos palabras-clave son: el verbo consumir y el sustantivo moda. Te proponemos un juego del español, de nuestro idioma, con la palabra moda. Quizá sepas también usos de esa palabra en inglés, francés, alemán, chino u otros idiomas. Pero hoy el juego consiste en relacionar correctamente números y letras. Frases con la palabra moda y los significados que tiene:

1 Pasar de moda.
2 Estar de moda.
3 Entrar en la moda.
4 Ponerse de moda.
5 Ir a la moda.

A Vestirse según las tendencias que gustan a un público determinado y mayoritario.
B Considerar algo antiguo y obsoleto.
C Realizar algo que gusta, puntualmente, a un público variado y abundante.
D Observar una tendencia que gusta mayoritariamente y adoptarla.
E Fenómeno, situación, actitud, modelo que antes no era común y del gusto de la mayoría y, sin embargo, pasa a serlo, por determinadas circunstancias. “Se ha puesto de moda el chicle de sandía”.

(La solución es:  1-b;  2-d; 3-c; 4-e;  5-d)

Palabra magica
Hoy la palabra mágica es venta. En un mundo como el actual, abarrotado de productos que se venden, hay una palabra fundamental, que ayuda a vender un producto. Y esa palabra es publicidad. Se habla ahora, por la importancia que tiene, del poder de la publicidad. Visita la página siguiente, donde encontrarás informaciones muy interesantes sobre el fenómeno de la publicidad

Ya has visto lo que se utiliza, frecuentemente, como técnica publicitaria: la PLV. Son las siglas de: Publicidad en el Lugar de Venta. Ahí podemos encontrar desde el stand propiamente dicho, expositores, carteles, pantallas digitales y toda clase de elementos que permitan mejorar la venta del producto, que hagan buena publicidad.

Lo más difícil, hoy en día, es superar a la competencia. Es decir: ganar en la rivalidad entre dos o más empresas que ofrecen el mismo o muy parecido producto para vender.
Cuentame

Pues hoy te toca a ti vendernos tu producto. Es una decisión enormemente personal. Tienes que pensar, primero, qué producto es el que vas a publicitar y por qué te interesa venderlo. Como pasos que puedes seguir, te recomendamos:

1º Haz primero un análisis de los métodos de publicidad que usan los productos que te interesan.
2º ¿A quién vas a dirigir tu producto? Elige, primero, la franja de edad a quien va dirigido: ¿es un producto para niños y niñas, jóvenes, adultos?
3º ¿En qué lugar crees que se podría publicitar tu producto, para obtener un importante resultado en las ventas? Numera de la a) a la g), según tu criterio, el medio que elegirías:

  1. En la televisión, en el horario estrella.
  2. En internet.
  3. En la prensa diaria.
  4. En el cine, antes de una película.
  5. En la PLV de un gran almacén.
  6. En los buzones de las casas importantes de tu ciudad.
  7. En las tiendas de las ciudades, donde se comercialice tu producto.

Bien. Ya sabemos una serie de técnicas que usan los fabricantes de distintos productos y, otras, las de los vendedores. Hemos ido también a los lugares que se consideran más idóneos, para vender los productos. Hasta hemos analizado cuándo promocionarlos y dónde hacerlo. Toda una serie de cosas que hay que hacer para vender mejor. Y ahora, nos vamos al otro lado del “río” de las ventas, a la otra orilla.

Entramos en el mundo de las compradoras y de los compradores de productos. Ese lugar al que vamos habitualmente, casi sin pensarlo. Y nos hacemos, por ello, una serie de frases, para saber si somos lo suficientemente libres en nuestras decisiones o, por el contrario, estamos presos de quienes venden y de sus fórmulas de venta. Es decir, esclavos del consumismo feroz. Son frases, las que ahora vas a ver, con las que tienes que estar de acuerdo, o no; pero tu sola o tu solo. Suma los números de las frases con las que estás de acuerdo. Es lo que tú haces. Al final, sabrás el grado de libertad que tienes o el grado de consumista que eres.

1. Cuando salgo de casa, voy a pasar un rato con alguien, porque tenemos tiempo para charlar. Y mi vicio es ir a un concierto. Si es de los Rolling Stones y tengo dinero, mejor que mejor. Son geniales.
2. Cuando salgo de casa, voy al gran almacén, a ver qué hay que me pueda comprar.
3. Suelo comprar algo que no necesito, cuando está a buen precio y me mola mucho. A mí me gusta comprar.
4. Creo que para comprar, lo que sea, siempre se puede conseguir dinero.
5. Tengo varios sitios fantásticos para comprar. Son mis preferidos y me tratan genial.
6. Me conocen ya los dependientes porque yo, en eso, no fallo nunca.

Si, por casualidad, sólo consideras que hay una frase con la que estás de acuerdo, es decir, responde a lo que piensas y dices, ¡enhorabuena! Es la número 1. O sea, tu número.
Autor
Italo Calvino

Nació el 15 de octubre de 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba) y murió el 19 de septiembre de 1985 en Siena (Italia).
Sus padres eran italianos, y se marcharon pronto a Italia donde inició su formación.
Tuvo que abandonar sus estudios por el comienzo de la segunda guerra mundial. Se afilió al Partido comunista italiano que abandonaría posteriormente. Después de la guerra estudia Literatura en la Universidad de Turín. Muy interesado por denunciar y analizar todos los temas contemporáneos, entre otros: la soledad, el miedo, la alienación urbana, utilizando un lenguaje irónico. En sus libros hay mezcla de realidad y fantasía.

Nuestro observatorio

Se pueden consultar más datos biográficos en Wikipedia

Bibliografía
Ofrecemos, a continuación, una relación de libros tomada de Canal Lector

 

Marcovaldo en el supermercado. (Primera parte). Italo Calvino. Libros del Zorro Rojo (Recomendado: 16-18 años)

21 May

Marcovaldo

A las seis de la tarde la ciudad caía en manos de los consumidores. A lo largo de toda la jornada la gran ocupación de la población productora era producir: producían bienes de consumo. A una hora determinada, como por el disparo de un interruptor, dejaban de producir y, ¡andando!, se lanzaban todos a consumir. Cada día, cuando una floración impetuosa no acaba de abrirse tras los escaparates iluminados, ni los rojos embutidos habían sido colgados, ni las torres de platos de porcelana se habían alzado hasta el techo, ni los rollos de tela se habían desplegado y mostrado como ruedas de pavo real, ya irrumpía el gentío consumidor a desmantelar, roer, palpar y arrasar con todo. Una fila ininterrumpida serpeaba por las aceras y los soportales, se prolongaba a través de las puertas de cristal de los comercios alrededor de todos los mostradores, impelida por los codazos de todo el mundo en las costillas de todo el mundo a modo de continuos golpes de émbolo. ¡Consumid!, y tocaban los artículos y los dejaban y otra vez a tocarlos y se los arrancaban mutuamente de las manos; ¡consumid!, y obligaban a las pálidas dependientas a desplegar sobre el tablero más y más ropa blanca; ¡consumid!, y los carretes de cordel encarnado giraban como peonzas, las hojas de papel floreado sacudían sus alas envolviendo las compras en paquetitos y los paquetitos en paquetes y los paquetes en paquetones, atado cada uno con un lazo. Y sucesivamente paquetones, paquetes, paquetitos, bolsas, bolsitas se arremolinaban alrededor de la caja en un atasco insoluble, manos hurgaban en los bolsillos buscando los monederos y dedos hurgaban en los monederos buscando las monedas, y allá abajo, en un bosque de piernas anónimas y faldones, los críos que ya no eran llevados de la mano se perdían y lloraban.
Una de aquellas tardes Marcovaldo salió con la familia a distraerse. Hallándose sin un céntimo, su distracción consistía en ver como los demás hacían compras; por lo mismo que el dinero, cuanto más circula, tanto más esperado es por quien no lo tiene: “Tarde o temprano acabará por caer, por poco que sea, también en mis bolsillos”. Aunque a Marcovaldo su paga, entre que era poca y que en la familia eran muchos y que había que pagar plazos y deudas, se le iba el momento de cobrarla. Con todo, darse una vuelta por el supermercado no dejaba de ser su entretenimiento.
El supermercado funcionaba en régimen de autoservicio. Tenía sus carritos, una especie de cestos de metal con ruedas, y cada cliente empujaba su carrito y lo llenaba de todo lo imaginable. También Marcovaldo, al entrar se hizo con su carrito, otro su mujer y otros más cada uno de sus cuatro hijos. Y allá marchaban en fila empujando sus carritos, entre mostradores atestados de montañas de cosas comestibles, señalándose unos a otros las longanizas y los quesos y nombrándolos, como si reconocieran en la multitud caras de amigos, o por lo menos de conocidos.
-Papá, ¿podemos llevar esto? –preguntaban a cada minuto los niños.
-No, no hay que tocarlo, está prohibido –decía Marcovaldo acordándose de que al final de la vuelta les aguardaba la cajera para la suma.
-¿Y por qué aquella señora lo toma? –insistían, viendo a tantas buenas mujeres que, si entraron para comprar solo un par de zanahorias y un apio, no podían resistir ante una pirámide de tarros y ¡tum!, ¡tum!, ¡tum!, con un gesto entre absorto y resignado dejaban caer latas de tomates pelados, melocotones en almíbar, anchoas en aceite que repiqueteaban en el carrito.
La cuestión es que, si tu carrito está vacío y los otros llenos, llega un momento en que no lo aguantas: entonces te entra una envidia, una congoja y no te puedes contener. En esa coyuntura Marcovaldo, después de haber instado a su mujer y a sus hijos a que no tocaran nada, dobló veloz por un pasillo entre los mostradores, se hurtó a la vista de sus familiares y, tomando de un anaquel una caja de dátiles, la depositó en su carrito. Quería únicamente darse el gusto de pasearla diez minutos, exhibir él también sus compras como los demás, y después devolverla a donde la había encontrado. Esa caja, y de paso una roja botella de salsa picante y un paquete de café y una bolsa azul de fideos. Marcovaldo tenía la impresión de que, haciéndolo con cuidado, podía por lo menos durante un cuarto de hora experimentar el gozo de quien sabe elegir un artículo, sin tener que pagar ni una moneda. ¡Pero ay si lo veían los chicos! ¡Al momento les daría por imitarlo y se armaría un lío!

Italo Calvino. Marcovaldo. Libros del Zorro Rojo

La bestia en la cueva (Segunda parte). Howard Phillips Lovecraft. Editorial Juventud (Recomendado 16-18 años)

14 May

cuentosdemonstruos

Así ocupé mi terrible vigilia (1), con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haberle producido la vida en la caverna a aquel enigmático animal. Recordé, por ejemplo, la terrible apariencia que la imaginación popular atribuía a los tuberculosos que habían muerto allí tras una larga permanencia en las profundidades. Entonces recordé sobresaltado que, aunque llegase a derrotar a mi enemigo, jamás podría averiguar cuál era su forma y aspecto, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de cerillas. La tensión se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hacía surgir formas terribles y terroríficas en medio de la oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno a mi cuerpo. A punto estuve de dejar escapar un agudo grito, aunque aquella hubiera sido la mayor de las temeridades, y si no lo hice fue porque me faltaron el aire o la voz. Me sentía petrificado, clavado al lugar en donde me encontraba. Dudaba de que mi mano derecha pudiera lanzar la piedra contra la cosa que se acercaba cuando llegase el momento.

Aquel decidido “pat, pat” de las pisadas estaba ya casi al alcance de mi mano; luego, más cerca. Podía incluso escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una considerable distancia a juzgar por lo fatigado que estaba.

De pronto se rompió el hechizo. Guiada por mi sentido del oído mi mano lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía aquella respiración tan intensa y creo que alcanzó su objetivo, porque escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia y allí pareció detenerse.

Después de reajustar mi puntería, descargué un segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez, pues oí caer la criatura, vencida por completo, y estaba seguro de que la había dejado inmóvil en el suelo. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo en forma de jadeantes y pesadas exhalaciones (2), por eso supuse que no había hecho más que dejarla malherida. Y entonces perdí todo deseo de examinarla.

Finalmente, sentía un miedo tan intenso e irracional, que ni me acerqué al cuerpo yacente (3) ni quise seguir arrojándole piedras para acabar con él. En lugar de esto, decidí echar a correr a toda velocidad por el trayecto por el que creía que había llegado hasta allí. Y de pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión de sonidos que al momento se habían convertido en agudos chasquidos metálicos. Esta vez sí que no había duda de que era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender lo que había ocurrido, me hallaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba, sin el menor pudor ni vergüenza, explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia a la vez que abrumaba a quien me escuchaba con exageradas expresiones de gratitud.

Volví por último a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia cuando ya regresaba el grupo a la entrada de la caverna y, guiado por su propio sentido de la orientación, se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en que habíamos hablado juntos. Hasta que localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.

Después de que me contó esto, yo, acaso envalentonado por su antorcha y por su compañía, me puse a pensar en la extraña bestia a la que había herido en la oscuridad, a poca distancia de allí, y le sugerí que, con la ayuda de la antorcha, averiguásemos qué clase de criatura había sido mi víctima. Así que volví sobre mis pasos hasta el escenario de la terrible experiencia.

Pronto descubrimos ambos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque aquel era el más extraño de los monstruos que ninguno de los dos había contemplado en toda nuestra vida.

Resultó tratarse de un mono antropoide (4) de grandes proporciones, escapado quizá de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una prolongada permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas, y era sorprendentemente escaso y escaseaba en casi todo el cuerpo, salvo en la cabeza, donde era tan abundante y tan largo que le caía sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, pues la criatura yacía en el suelo directamente sobre ella. La inclinación de sus pies y manos era algo peculiar y explicaba por qué la bestia avanzaba a veces a cuatro patas y a veces solo a dos, como había yo apreciado en la oscuridad. De las puntas de sus dedos salían unas uñas largas como de rata. Pero sus pies no eran prensiles (5), como cabía suponer. Eso lo atribuí a su larga residencia en la caverna que, como ya he dicho, parecía también la causa evidente de su absoluta blancura casi ultraterrena. Y parecía carecer de cola.

Su respiración se había debilitado mucho. Cuando el guía sacó su pistola con intención de dar a la criatura el tiro de gracia para rematarlo, de pronto un extraño e inesperado gemido hizo que el arma se le cayera de las manos. No resulta fácil describir la naturaleza de aquel sonido, pues no tenía el tono de ninguna especie conocida de simios. Yo me preguntaba si aquella especie de estertor (6) no sería sino resultado del silencio que durante tanto tiempo había mantenido, roto ahora por la repentina presencia de la luz que traía la antorcha. Lo cierto es que aquel inquietante gemido que se parecía a un intenso parloteo indescifrable aún continuaba oyéndose, aunque cada vez más débil. De pronto, un fugaz espasmo de energía brotó del cuerpo del animal. Sus garras hicieron un movimiento convulsivo y sus brazos y piernas se contrajeron. Con aquella convulsión, el cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros.

Yo me quedé en ese instante tan petrificado de espanto ante aquella mirada que no me percibí de nada más. Eran negros aquellos ojos, de una negrura profunda que contrastaba con la extrema blancura de la piel y el cabello. Como los de otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y completamente desprovistos de iris. Cuando los pude mirar con más atención, vi que asomaban de un rostro menos prominente que el de los monos corrientes, y mucho menos velludo. También la nariz era prominente.

Mientras el guía y yo contemplábamos aquella enigmática visión que se mostraba a nuestros ojos bajo la luz de la tea, sus gruesos labios se abrieron y debajo de ellos brotaron varios sonidos, después de los cuales aquella criatura se sumió en el descanso de la muerte.

El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento. Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror y fijos en el suelo.

El miedo me había abandonado ya. En su lugar se fueron sucediendo los sentimientos de asombro, de compasión y respeto. Los sonidos que había murmurado aquella criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la evidencia más tremenda que podíamos imaginar: la criatura que yo había matado, aquella extraña bestia de la cueva maldita, era, o lo había sido alguna vez, ¡¡¡ un ser humano !!!

NOTAS

(1)Vigilia: acción de estar despierto.
(2)Exhalaciones: suspiros, quejas.
(3)Yacente: echado, tendido.
(4)Antropoide: mono que se parece al humano.
(5)Prensiles: que se cerraban para poder agarrar.
(6)Estertor: respiración fatigosa.

Howard Phillips Lovecraft y otros. Edición y selección de Seve Calleja. Cuentos de monstruos. Editorial Juventud

RECURSOS

Propuestas para mediadoras y para mediadores.

Texto

Nuestro autor, hoy, nos plantea las dos palabras que marcan un estilo de novela. La novela gótica. Podemos oír, en la página de la UNED, dedicada a dos distinciones, lo siguiente: el terror despierta las facultades. Sin embargo, el horror produce el efecto contrario. Las paraliza. En nuestro texto, parece que Lovecraft escribe sobre esta diferenciación: “La horrible suposición que se había ido abriendo camino en mi ánimo poco a poco era ahora una terrible certeza. Es decir: horrible (que causa horror) pasa a terrible (que causa terror). De una suposición a una certeza. El protagonista pasa por todos los estados anímicos, no perdiendo, por voluntad propia y a pesar de todos los inconvenientes que van surgiendo (hasta se extingue su antorcha que le alumbraba) la lucha por la existencia: “Sin rendirme” –dice. Y un poco más adelante: “Pero el instinto de conservación, que nunca duerme del todo…” y decidí vender mi vida lo más cara posible ante quien me atacara.

Dentro de la terrible situación por la que está pasando, lo que nunca abandona es la lógica, su lógica, aplicada a las más extrañas e inesperadas situaciones: horrendas pisadas de zarpas, qué especie animal sería la que iba por él y un largo etcétera.
Palabra magica

Hoy la palabra mágica es miedo. Sí, quizá lo hayas pasado alguna vez. El miedo, en los humanos, es una «perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo real o imaginario». Es la definición que da el diccionario de la RAE.

El autor nos lo dice de forma clara y rotunda: “finalmente, sentía un miedo tan intenso e irracional…” Sabía que no disponía de una razón para el temor. ¿Será, quizá, ese sentimiento irracional, es decir, que no tiene una razón en la que fundarse, el que aparece en diferentes tipos de seres animales?

Veamos, si no, el siguiente video, que desmonta determinados conceptos que tenemos, en los dos animales protagonistas. Pensemos sólo antes en lo siguiente: ¿Cómo concebimos la relación que existe entre los perros y los gatos? ¿Cuáles de las siguientes palabras utilizaríamos, para definir esa relación perro-gato?

Amistad.  Enemistad.  Juego.  Miedo.  Ayuda.  Ignorancia

Fíjate ahora en la película de esa relación, a ver si coincide con tu pensamiento o es más lo contrario de lo que pensabas.

Cuentame

Seguro que tienes en tu mente y recuerdas historias. Muchas historias de miedo, auténtico miedo. Hoy es tu oportunidad. ¿Se podría hacer una película de tu historia? ¿Crees que habría gente que tuviera que salir del cine agarrándose a un amigo o a una amiga, para poder llegar al autobús o al metro que te lleva a casa? Todo es posible. Puede que sea tu primera experiencia como guionista de películas de cine. Aquí tienes algunas indicaciones de cómo se puede realizar un guión.: Paso a paso, Carlos Bianchi y su propuesta, y un concurso de guiones

Autor

Howard Phillips Lovecraft

Nació el 20 de agosto de 1890 en Providence (Estados Unidos) y murió el 15 de marzo de 1937 en la misma ciudad.
Recitaba poesía a los dos años, leyó a los tres y empezó a escribir a los seis años de edad. Debido a su mala salud, no asistió al colegio hasta los ocho años y lo abandonó al poco tiempo. Fue una persona solitaria que dedicaba su tiempo a la lectura, la astronomía y a cartearse con otros aficionados a la literatura. Innovó el género de terror al acercarlo a la ciencia-ficción.

Nuestro observatorio

Se pueden consultar más datos biográficos en la página de español dedicada al autor.

Bibliografía
Ofrecemos, a continuación, una relación de libros tomada de Canal Lector.

La bestia en la cueva (Primera parte). Howard Phillips Lovecraft. Editorial Juventud (Recomendado: 16-18 años)

7 May

cuentosdemonstruos

Este es uno de los primeros relatos del autor, escrito a los quince años de edad como imitación del género gótico, en el que se iniciaba. Sus cuentos nos hablan de espíritus malignos y mundos oníricos, poblados de bestias y seres extraños, pesadillas, muerte y locura, porque quieren expresar la soledad y la pequeñez del ser humano frente a un universo infinito y hostil.

La horrible suposición que se había ido abriendo camino en mi ánimo poco a poco era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en aquel inmenso y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi vista, por más que la forzara, no lograba encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía albergar la menor esperanza de volver a contemplar ya nunca más la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas del hermoso mundo exterior.

La esperanza se me había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entregada por entero de estudios filosóficos, sentí una cierta satisfacción de estar comportándome sin apasionamiento como lo hacía. Había leído con frecuencia la angustia y la obsesión en que caían las víctimas de situaciones similares a la mía, y sin embargo no experimenté nada de todo eso, es más, logré permanecer tranquilo en cuanto comprendí que estaba perdido.

Y tampoco me hizo perder la compostura un solo instante la idea de que era muy probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que seguramente me buscarían. Si tenía que morir, pensé, aquella caverna tan terrible como majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudieran ofrecerme en cualquier cementerio; así que había en esta reflexión una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero yo no pensaba acabar así. El único causante de mi desgracia era yo por haberme separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera. Y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me sentí incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.

Mi antorcha comenzaba a extinguirse, pronto me hallaría en la oscuridad más absoluta en las entrañas de la tierra. Y, mientras me encontraba bajo la luz mortecina y evanescente que aún daba, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo final. Recordé los relatos que había escuchado acerca de la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas mismas grutas inmensas con la esperanza de encontrar la salud en el aire sano del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme y en cuya quietud se sentía una apacible sensación, y que, en vez de la salud, habían encontrado una muerte horrible.

Al pasar junto a ellas en el grupo de visitantes, había visto las tristes ruinas de sus viviendas rudimentarias; y me había preguntado qué clase de influencia podía ejercer sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y, mira por dónde, me dije, ahora había llegado la oportunidad de comprobarlo, suponiendo que la necesidad de alimentos no apresuraba mi fallecimiento.

Sin rendirme, y mientras se desvanecían en la oscuridad los últimos destellos espasmódicos de mi antorcha, resolví no dejar piedra sin remover, ni despreciar ningún medio de posible fuga, de modo que, haciendo toda la fuerza que pude con mis pulmones, proferí una serie de fuertes gritos, con la esperanza de que mi berrido atrajese la atención del guía. Sin embargo, mientras gritaba desgañitándome, pensé que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz, aunque sonara amplificada por los muros de aquel negro laberinto que me rodeaba, no alcanzaría a más oídos que a los míos propios.

Y sin embargo, de repente me sobresalté al imaginar –porque seguro que no era más que cosa de mi imaginación- que se escuchaba un suave ruido de pasos que se aproximaban por el rocoso pavimento de la caverna. ¿Y si en realidad estaba a punto de recuperar por fin la libertad? ¿Y si habían sido inútiles todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia en el grupo y habría seguido mi rastro por el laberinto de piedra caliza?

Alentado por tantas halagüeñas dudas como me afloraban en la imaginación, me sentí dispuesto a volver a pedir socorro a gritos para que me encontraran lo antes posible. Pero mi gozo se vio de repente convertido en horror: mi oído, que siempre había sido muy fino y que estaba ahora mucho más agudizado gracias al largo y completo silencio de la caverna, me trajo a la mente la sensación inesperada y angustiosa de que aquellos pasos no eran los de ningún ser humano. De haber sido los pasos del guía, que sé que llevaba botas, hubieran sonado como una serie de golpes agudos y cortantes en la quietud ultraterrena de aquel lugar. En cambio, estos impactos parecían más blandos y cautelosos, como causados por las garras de un felino. Además, al escuchar con más atención, me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas en lugar de dos pies.

Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizá a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Y consideré que tal vez el Todopoderoso hubiera elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que hubiera padecido por hambre. Pero el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mí, y, aunque la posibilidad de escapar del peligro que se aproximaba era inútil y solo conseguiría prolongarme más el sufrimiento, decidí vender mi vida lo más cara posible ante quien me atacara.

Por extraño que parezca, solo podía atribuir al visitante que fuera intenciones hostiles. Así pues, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia o lo que fuera, al no escuchar ningún sonido que le diera la pista de dónde estaba, perdiese el rumbo, lo mismo que me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no, no iba a tener tanta suerte: aquellos extraños pasos avanzaban sin titubear. Era más que evidente que el animal había sentido mi olor, que sin duda podía olfatear a gran distancia en una atmósfera tan poco contaminada de otros aromas como la caverna.

Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores fragmentos de roca que pudiera palpar entre los esparcidos por todas partes en el suelo. Y, tomando uno en cada mano, esperé con resignación la inevitable presencia.

Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. La verdad es que resultaba bastante extraña la conducta de aquella criatura, porque, la mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminara con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, y sin embargo, a ratos, me parecía que solo eran dos patas las que se acercaban. Y me preguntaba cuál sería la especie de animal que venía a enfrentarse conmigo. Debía de tratarse de alguna bestia desafortunada que había pagado cara como yo la curiosidad que la había llevado a investigar una de las entradas de la gruta y le reservaba un confinamiento de por vida en su interior. Seguramente había podido sobrevivir a base de los peces ciegos, los murciélagos y las ratas de la caverna, arrastrados a su interior en cada crecida del Río Verde, que comunica cualquiera sabe por dónde con las aguas subterráneas.

Howard Phillips Lovecraft y otros. Edición y selección de Seve Calleja. Cuentos de monstruos. Editorial Juventud

Moni pinta una obra de arte. Michael Ende. Editorial Everest (Recomendado 9-11 años)

30 Abr

mejorescuentosdemende

Moni y yo somos los mejores amigos que uno se pueda imaginar. Aunque ella solo tiene seis años y yo soy, aproximadamente, diez veces mayor, esa diferencia no nos importa lo más mínimo.
Cuando viene a visitarme, jugamos juntos y jamás nos peleamos. O simplemente charlamos y exponemos nuestra visión del mundo y de la vida, algo sobre lo que siempre tenemos la misma opinión. O nos leemos el uno al otro nuestros libros favoritos, sin importarnos para nada que Moni aún no sepa leer, pues su libro favorito se lo sabe de memoria y yo también. Sentimos un gran respeto mutuo: yo por ella, por las ocurrencias tan extraordinarias que tiene, y ella por mí, porque sé apreciar sus ocurrencias.
A veces nos hacemos pequeños regalos sin que haya ningún motivo especial para ello, como un cumpleaños, las Navidades o algo parecido. Ya se sabe que los pequeños regalos hacen perdurar una amistad, y nosotros a eso le damos mucha importancia.
Hace poco, por ejemplo, le regalé a Moni una caja de acuarelas con muchos y muy bonitos colores, papel y un pincel.
-En agradecimiento –me dijo-, yo también te voy a regalar algo. Voy a pintarte ahora mismo un bonito cuadro.
-¡Oh! –contesté-, ¿de verdad? ¡Eso es muy amable por tu parte!
-¿Qué clase de cuadro te gustaría? –quiso saber.
Lo estuve pensando y al final le dije:
-Lo que más me gustaría sería que fuera una sorpresa, algo que a ti misma se te ocurriera.
-Vale –dijo, e inmediatamente puso manos a la obra.
De tanto empeño como estaba poniendo, la punta de la lengua le llegaba hasta los agujeros de la nariz, y yo la miraba intrigado. Sentía muchísima curiosidad por ver qué era lo que se le había ocurrido esta vez.
Al cabo de un ratito, parecía que la obra ya estaba acabada. Moni ladeó la cabeza, dio con el pincel unos pequeños retoques aquí y allá para mejorarla y, finalmente, pasó el cuadro hasta mi lado de la mesa.
-¿Qué? –preguntó expectante- (1). ¿Qué te parece?
-¡Extraordinario! –contesté-. ¡Muchas gracias!
-¿Sabes qué es, no?
-Naturalmente –me apresuré a asegurar-. ¡Es un conejo de pascua!
-¡Qué tontería! –exclamó Moni un pelín indignada-. ¿Cómo va a ser un conejo de pascua si estamos en pleno verano?
-Yo creía –murmuré tímidamente- que esas dos puntas que sobresalen a lo mejor podían ser las orejas…
Moni sacudió la cabeza.
-¡Pues no, son mis coletas! Es un autorretrato mío- ¿Es que no lo ves?
-Debe de ser por mis gafas –me disculpé limpiando los cristales con un pañuelo.
Me las volví a poner y observé la pintura con más detenimiento.
-¡Naturalmente! ¡Ahora sí que lo veo bien! –dije-. ¡Un autorretrato, por cierto, con un parecido extraordinario! Ahora sí que te reconozco inmediatamente. Perdóname, por favor.
-He pensado –opinó Moni- que quizá fuera mejor que una foto…
-Mucho mejor –corroboré.
-Al fin y al cabo, una foto la tiene cualquiera –siguió diciendo.
-En efecto, no es nada extraordinario –admití-. Sin embargo, el autorretrato de un artista no lo tiene casi nadie… Quizá solo una persona entre un millón. Es algo verdaderamente singular. Muchísimas gracias otra vez.
Estuvimos observando juntos el cuadro durante un rato.
-Si tienes algo que objetar –dijo generosamente-, no tienes más que decírmelo.
-¡En absoluto! –aseguré-. ¿Cómo iba a tenerlo? Aunque ya que tú misma lo dices…, me preocupa un poquito que en el cuadro estás como flotando en el aire. ¿No podrías pintar debajo una cama en la que acostarte para que estuvieras más cómoda? Es simplemente una idea.
Sin decir una palabra se volvió a poner delante del cuadro, cogió de nuevo el pincel y, con pintura marrón, pintó alrededor de su autorretrato una enorme cama de madera. En cada una de sus esquinas tenía una columna y encima de ellas, un baldaquino…(2) Era una cama con dosel (3) tan bonita que ni una reina hubiera podido desear otra más bonita que aquella. Y era tan grande que llenaba toda la hoja.
-¡Caramba! –dije halagador- (4). ¡A eso sí que le llamo yo un mueble noble! (5).
Pero ahora la figura que estaba acostada en la cama resultaba, sin duda, un poco pequeña, raquítica, casi mezquina (6). No lo dije, pero como Moni y yo pensamos a menudo lo mismo, también ella tuvo la misma idea.
-¿No te parece –opinó dubitativa (7)- que ahora quizá debería llevar puesto algo más elegante para que pegue con la cama?
-Para serte sincero, sí –contesté-; una cama tan regia (8) requiere también un regio camisón.
Así que Moni pintó sobre la figura un camisón muy largo y muy amplio, que si mal no interpreté, parecía estar repleto de estrellas doradas. De ella ya solamente asomaba la cabeza con las coletas.
-¿Qué te parece ahora? –preguntó.
-¡Majestuoso! (9) –tuve que admitir-. ¡Verdaderamente magnífico! Aunque sigo algo preocupado por tu salud…
-¿Por mi salud?
-Bueno…, entiéndeme bien… Ahora en verano hace calor suficiente para dormir así, pero ¿qué harás en invierno? Sin ninguna manta, me temo que acabarás cogiendo un terrible resfriado. Deberías pensar en ello ahora que estás a tiempo.
No había cosa que Moni más odiara que estar enferma y tener que tragarse medicinas. Así que cogió enseguida la pintura blanca y pintó sobre su autorretrato, y su lujoso camisón, un grueso y gigantesco edredón de plumas. Ahora ya solo asomaban las puntas de sus coletas.
-Parece suficientemente arropado –dije-. Creo que ahora ya podemos estar tranquilos.
Pero Moni aún no estaba satisfecha; se le había ocurrido otra idea. Con pintura azul oscura, pintó unas pesadas cortinas de terciopelo que colgaban del baldaquino. Tanto ella como el camisón y el edredón había desaparecido detrás.
-¡Pero bueno! –exclamé estupefacto-. ¿Qué pasa ahora?
-Solo he echado las cortinas –explicó Moni-; para eso están, ¿no?
-Es verdad –admití-, ¿de qué sirven unas cortinas si no están echadas? ¡Para eso no necesita uno una cama con dosel!
-Y ahora –prosiguió Moni entusiasmadísima- voy a apagar la luz.
Y pintó todo el cuadro de negro.
-Buenas noches –murmuré instintivamente.
lla me pasó el cuadro terminado, en el que ahora ya solo reinaba la más absoluta oscuridad.
-¿Estás satisfecho por fin? –preguntó.
Miré fijamente, y durante un buen rato, aquella negrura y asentí con la cabeza.
-Es una obra maestra –dije-, sobre todo para el que sepa todo lo que realmente contiene.

(1) Expectante: esperando, mientras observa, con mucho interés.
(2) Baldaquino: Especie de dosel o palio hecho se tela de seda.
(3) Dosel: Colgadura que cubre la cama.
(4) Halagador: muy afectuoso, agradecido.
(5) Noble: muy bello, importante.
(6) Mezquina: sin la importancia que merecía.
(7) Dubitativa: con muchas dudas.
(8) Regia: magnífica, muy importante, excepcional.
(9) Majestuoso: con mucha importancia, fantástico.

Michael Ende. Los mejores cuentos de Michael Ende. Editorial Everest.

Propuestas para mediadoras y para mediadores.
Texto

Este texto de Michael Ende empieza con un canto, una alabanza a la amistad, a esa verdadera relación que es independiente de las edades de los amigos. Aquí tienes unos cuantos amigos verdaderos.

(Estos son los errores que aparecen y que no podemos corregir, porque no nos pertenecen ni el programa ni la página: los que sueñan –no sueñas– nuestros sueños //álbumes y no albunes)

Pregúntate ahora lo siguiente: ¿tengo amigos o amigas de verdad? ¿Podrías escribir, a continuación, los nombres de esas amigas o de esos amigos de verdad?
De las siguientes palabras, señala cuáles tienen que ver con la amistad auténtica:
Ayudar (6 puntos)
Comprender (5 puntos)
Aprovecharse (11 puntos)
Ignorar (13 puntos)
Engañar (15 puntos)
Burlarse (20 puntos)
Compartir (4 puntos)
Participar (2 puntos)

Y ahora, cuenta los puntos que has obtenido, sumando las palabras que tienen relación con la amistad auténtica, la de verdad. Si tu suma de puntos es igual o menor a 17, ¡enhorabuena! Tienes amigas o amigos de verdad. Un consejo que te damos, porque nosotros también los tenemos: cuídalas y cuídalos mucho. No creas que es tan fácil tener esa maravilla que es la amistad de verdad.

Palabra magica
Seguro que hoy no tienes ningún problema para encontrar la palabra mágica. Esa palabra fundamental que tiene una grandísima importancia en el texto. Y es: regalo. ¿Te gusta la palabra regalo? ¿Cuándo usas más esa palabra? ¿Tienes algunas fechas donde dices mucho la palabra regalo? Te pedimos ahora, por favor, una ayuda. Tenemos que regalar algo a una amiga, que tiene once años. Somos mi hermano y yo, que la conocemos hace mucho tiempo. Pero es que ahora, como ya le hemos regalado cosas en años anteriores, no se nos ocurre qué hacer. Sólo te decimos que, cuando pienses en el regalo, no puede ser de mucho dinero, porque mi hermano y yo no tenemos casi nada. ¿Tú crees que es posible regalar algo a Marina, que es como se llama nuestra amiga? Hacemos una cosa, si te parece. Te ponemos la lista que mi hermano y yo hemos hecho y tú nos dices qué te gustaría que te regalaran a ti. Pones primero si eres chica o chico y luego, tu edad exacta. Gracias y esperamos tus sugerencias.
Cuentame
Seguro que a ti, como a Moni, de vez en cuando, te gusta pintar. ¿Qué tipo de cosas te gusta pintar? Quizá pintes la realidad de tu pueblo o de tu ciudad. Quizá esperas a llegar un día a la naturaleza y, allí, te inspires: árboles, montañas, el río que pasa cerca, o las plantas que crecen allí. ¿O tienes una cámara de fotos, con la que consigues fotografiar imágenes maravillosas? Si ves las páginas que te presentamos, encontrarás modelos para pintar, de formas diferentes. 

¡Suerte y te contaremos lo que nos parece tu trabajo! Seguro que eres gran artista.
Mostramos, ahora, una interesante página para mediadoras y para mediadores, referida a los juguetes para niñas y niños de 9 a 12 años. Muy cerca, en la edad, del texto que hemos ofrecido.
Autor
Michael Ende
Nació el 12 de noviembre de 1929, en Garmisch-Partenkirchen, Baviera (Alemania), y murió en Stuttgart (Alemania), el 28 de agosto de 1995.
Su infancia estuvo marcada por el ambiente artístico y bohemio en que se movía su padre, que fue pintor surrealista. Estudió interpretación en la escuela de Otto Falckenburg, en Múnich.
Comenzó a escribir relatos para niños y jóvenes a principios de los años 50. Trabajó en varias cosas: actor, guionista de espectáculos de cabaret y crítico de cine. Sus libros obtuvieron varios premios en Alemania y también internacionales. Algunos han sido llevados al cine: La historia interminable y Momo.  Su obra se enmarca dentro del género fantástico y creó un universo donde estaba presente su deseo de belleza, humanidad y armonía.

Nuestro observatorio
Más datos biográficos de Michael Ende en su web (alemán) y en Imaginaria

Bibliografía
Ofrecemos, a continuación, una selección de libros del autor tomada de Canal Lector

Mil grullas (Segunda parte). Elsa Bornemann. Editorial Anaya (Recomendado: 11-14 años)

23 Abr

nosomosirrompanaya

Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Naomi se ajusta el obi (4) de su kimono (5) y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
“Ahora”, Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: Donguri-Koro Koro-Donguri Ko…(6) por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos recados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos, desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya, ninguno de los supervivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
En diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima. Como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya, en el aire y el muchacho no sabía si era el frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Con los ojos abiertos y la mirada inmóvil. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesilla, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro… -susurró, cuando su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama. –Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta…
Mil grullas o Semba-Tsuru (7), como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesilla. Sólo veinte. Después las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporalmente) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de periódico, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían guardar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó, primero, novecientos ochenta cuadraditos y, luego, los pegó, uno por uno, hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía. El muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las colocó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos heridos y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki (8) y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por primera vez, tomó, sin pedir permiso, la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su pecho. Por favor…
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió entrar: -Pero cinco minutos ¿eh?
Naomi dormía. Tratando de no hacer ruido, Toshiro puso una silla sobre la mesita y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el techo. Pero lo alcanzó. Y en un momento estaban las mil grullas pendiendo (9) del mismo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando.
Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Toshi-chan …(10) Gracias…
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y el muchacho abandonó la sala sin volverse.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera dejó entrar, al entreabrir, por unos instantes, la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer al horror instalado en su sangre?

FEBRERO de 1976
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Como es serio y poco comunicativo, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se juntan algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular.
rullas surgidas de servilletitas con impresos de los más sofisticados restaurantes…
Grullas y más grullas.
Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa.
-Algún día completará las mil… -cuchichean entre risas-. ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospecha la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.

(4) Obi: faja que acompaña al kimono.
(5) Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, larga hasta los pies y que se cruza por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi.
(6) Donguri-Koro: verso de una popular canción infantil japonesa.
(7) Semba-Tsuru: mil grullas. Una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil de esas aves –según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)- se logra alcanzar larga vida y felicidad.
(8)Furoshiki: tela rectangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después de colocar el contenido.
(9) Pendiendo: colgando.
(10) Toshi-chan: diminutivo de Toshiro.

Elsa Bonermann. No somos irrompibles. Editorial Anaya

Propuestas para mediadoras y para mediadores.
Texto

El texto de hoy, Mil grullas, que has leído en dos partes, es tan triste como lo que siempre es una guerra. Se trata del lanzamiento de la primera bomba atómica. El arma más destructora que ha creado el ser humano.

Los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki fueron ataques ordenados por Harry Truman, Presidente de los Estados Unidos, contra el Imperio de Japón. Se efectuaron el 6 y el 9 de agosto de 1945, y pusieron el punto final a la Segunda Guerra Mundial. El arma nuclear Little Boy fue soltada sobre Hiroshima el lunes 6 de agosto de 1945, seguida por la detonación de la bomba Fat Man, el jueves 9 de agosto, sobre Nagasaki. Hasta la fecha, estos bombardeos constituyen los únicos ataques nucleares de la historia.

Nuestra autora no renuncia a contar, en ese escenario terrible de las bombas, una maravillosa historia de amor. Naomi y Toshiro vieron rota esa historia por la espantosa bomba. Estaban muy enamorados. Empezaban una vida en un mundo, donde eran nuevos. Ese mundo no había existido antes para ellos. ¿Qué podían esperar de la vida que empezaban ahora? Lo que pensábamos todos cuando éramos pequeños. ¡Qué bien que ya conozco todo lo que me rodea! Juegos, palabras, paisajes, personas… Y una, sobre todo, con quien era feliz. No se podía pedir más. Era fantástico. Pero pasó lo peor que podía haber pasado. Su vida acabó no en un final feliz, que es lo que a todas y a todos nos habría gustado. No fue así. La verdad es la que cuenta Elsa Bornemann. Toda la vida de tantos cientos, miles de personas acabó aquel fatídico día. Ese que no dependía de unos militares que iban en los aviones. Porque sólo cumplían las órdenes de quienes mandaban. Aquellos tripulantes de los aviones, desde donde se lanzaron las bombas, quizá tampoco pudieron dormir ni si quiera vivir, pensando en lo que habían hecho. Habían acabado con tantos miles de seres humanos.

Elsa Bornemann, con este libro, quiere decirnos a qué conduce la guerra. Pensemos en todo aquello que podamos hacer, para que siempre exista la paz. Trabajemos por ella. Viajemos con las mil grullas.
En la última, cómo hacer una grulla de papel.

Palabra magica
Hoy la palabra mágica es ojos. Sí, después del espanto, del horror y la infinita tristeza, en aquel hospital donde estaba Naomi, que sabía que iba a morir (murió al día siguiente), algo sonreía en la niña: sus ojos. “Los ojos de Naomi seguían sonriendo”.

Quizá fueran aquellos ojos los que conservó, en su mente y en su corazón, Toshiro Ueda, durante toda su vida. Estaba lejos de Japón. Siguió haciendo grullas y más grullas. Siempre hacia esas mil, que colocará en su despacho, mientras su amor sigue vivo, recordando el primero. El de su amada Naomi.

Cuentame
Hemos tenido la inmensa fortuna de no vivir una guerra. ¿Conoces a alguien que haya tenido que sufrir esa experiencia? Por desgracia, en el mundo en que vivimos siguen existiendo las luchas entre seres humanos. En la siguiente página, verás cómo los humanos seguimos luchando. Sin parar. Sin tregua.

Podría ser útil e interesante que, de los periódicos que lees, de los que compramos en papel, en el quiosco o de los que leemos en internet, te hagas un archivo, con las guerras, conflictos bélicos que hay en el momento en que escribes. Si preguntas a alguien mayor que viva en tu casa o que conozcas (por amistades, de las vacaciones, familias de compañeras y compañeros, etc.) podrás saber lo que significa vivir en paz o en una guerra. Hagamos todo lo que esté dentro de nuestras posibilidades, para asegurar la paz, para siempre. Cuéntanos tus acciones.
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Elsa Bonermann
Nació el 20 de febrero de 1952, en el barrio de Parque de los Patricios, en Buenos Aires (Argentina) y murió el 24 de mayo de 2013 en la misma ciudad.
Escritora vocacional pues ya desde pequeña tenía claro que quería serlo. Licenciada en Letras. Su literatura aunó inteligencia y audacia, aportando una fantasía sin límites, en historias de amor, de miedo o de terror. Escribió cuentos irreverentes, políticamente incorrectos para la época.  Ha recibido varios premios.

Nuestro observatorio

Se pueden consultar más datos biográficos sobre la autora en Imaginaria.

Bibliografía

Ofrecemos, a continuación, una relación de libros tomada también de la página web de Imaginaria.
Otro texto de la autora en Los Fundamentales de Canal Lector, La del once «jota»

Mil grullas (Primera parte). Elsa Bornemann. Editorial Anaya (Recomendado: 11-14 años)

16 Abr

nosomosirrompanaya

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah… y también se estaban descubriendo el uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio…
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre –le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía. –Te dejo mi comida –y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora del regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi… poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún…
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían, entonces, la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque…
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque…
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! –pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto con sus padres, hacia la aldea de Miyashima. (1) Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas. –Para cuando termine la guerra… -decía el abuelo. Todo acaba algún día… -comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami (2), se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus (3):

Lento se apaga
El verano.
Enciendo
Lámpara y sonrisas.

Pronto
florecerán los crisantemos.
Espera,
corazón.

Después, lió en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se los pasó ayudando a su madre y a las tías. ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que quizá resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que con cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá el anhelo de que Toshiro no la olvidara nunca…
Y los deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes…

(1) Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima.
(2) Tatami: estera que se coloca sobre el suelo, en las casas japonesas tradicionales.
(3) Haiku o haikai: breve poema de dieciséis sílabas, típico de la poesía japonesa.

Elsa Bonermann.No somos irrompibles. Editorial Anaya

La niña loba. Alvin Schwartz. Editorial Everest (Recomendado: 14-16 años)

9 Abr

historiasdemiedo

Si sales de Del Río, en Texas, y avanzas por el desierto en dirección noroeste, terminas llegando al Río del Diablo. Entre 1830 y 1840 un trampero llamado John Dent y su esposa Mollie se establecieron en el lugar donde Arroyo Seco desemboca en el Río del Diablo. Por allí había muchos castores y Dent los cazaba. Mollie y él construyeron una cabaña con ramas, y le añadieron un pequeño cobertizo para que les diera sombra.
Mollie Dent quedó embarazada. Cuando estaba a punto de dar a luz, John Dent se fue a caballo a la casa de sus vecinos más cercanos, a varios kilómetros de distancia.
-Mi mujer va a tener un hijo –les dijo al hombre y a su esposa-. ¿Pueden ayudarnos?
Ellos se ofrecieron para ir inmediatamente. Estaban a punto de ponerse en marcha, cuando se desató una gran tormenta. Un rayo cayó sobre John Dent, matándole en el acto. Los vecinos no pudieron llegar a la cabaña hasta el día siguiente. Cuando llegaron, Mollie también había muerto.
Parecía que había dado a luz a su hijo antes de morir, pero el matrimonio no pudo encontrar al bebé. Pensaron que había sido devorado por los lobos, ya que encontraron huellas de esos animales por doquier. Enterraron a Mollie y se fueron.
Unos años después, empezó a circular una extraña historia. Algunas personas juraban que no era más que la pura verdad. Otras decían que algo así no podía ocurrir de ninguna manera.
La historia comienza en un pequeño asentamiento a menos de veinte kilómetros de la tumba de Mollie Dent. Una mañana muy temprano, una manada de lobos salió del desierto a la carrera y mató unas cabras. Ataques como esos eran corrientes en aquella época, pero éste tuvo algo especial: un muchacho dijo haber visto a una niña desnuda de largo cabello rubio corriendo entre los lobos.
Un año o dos después, una mujer se encontró con un grupo de lobos devorando una cabra que acababan de matar. Afirmaba que una niña desnuda, de largo cabello rubio, estaba comiendo con ellos. Al ver a la mujer huyeron a la carrera. La mujer decía que al principio la niña iba a cuatro patas, como los lobos, pero que después se puso de pie y corrió como una persona, sólo que a la velocidad de los animales.
La gente empezó a preguntarse si esta “niña loba” no sería la hija de Mollie Dent. ¿Se la habría llevado una loba el día que nació y la habría criado con sus cachorros? Si era así, tenía que tener entre diez y once años.
Al hacerse la historia más popular, unos cuantos hombres comenzaron a buscar a la niña. Buscaron a lo largo de los márgenes de los ríos y en el desierto y sus cañones. Se dice que, un día, la encontraron caminando por un cañón con un lobo a cada lado. Cuando los animales huyeron, la niña se escondió en una hendidura de la pared del cañón.
Los hombres trataron de agarrarla, pero ella luchó mordiendo y arañando como un animal furioso. Cuando la capturaron empezó a gritar como una niña aterrada, al tiempo que aullaba de modo lastimero.
Sus captores la ataron con cuerdas, la colocaron boca abajo sobre un caballo y la llevaron a un pequeño rancho en el desierto. Decidieron entregarla al sheriff al día siguiente. Entre tanto, la metieron en una habitación vacía y la desataron; la pequeña, aterrada, se escondió en las sombras. La dejaron allí y cerraron la puerta.
Al poco rato se puso a gritar y aullar otra vez. Los hombres pensaron que iban a volverse locos si tenían que seguir escuchándola pero al cabo de un rato calló por fin.
Al anochecer se empezaron a oír aullidos de lobo en la lejanía. La gente decía que, cuando se callaban, la niña les respondía aullando.
La historia continúa diciendo que los aullidos fueron en aumento: llegaban de todas las direcciones y se acercaban cada vez más a la casa. De repente, como obedeciendo a una señal, los lobos atacaron los caballos y el resto del ganado. Los hombres salieron de la casa y, disparando sus pistolas, se internaron en la oscuridad.
En la habitación donde habían dejado a la niña, en lo alto de la pared, había una pequeña ventana con un tablón cruzado, sujeto con clavos. La niña arrancó el tablón, se deslizó por la ventana y desapareció.
Pasaron los años y no se volvió a saber nada de ella. Hasta que un día, unos jinetes en un recodo del Río Grande, cerca del Río del Diablo, divisaron a una joven de largo cabello rubio alimentando a dos lobeznos. Cuando la muchacha los vio, apretó los cachorros contra su pecho y corrió a esconderse en la espesura. La siguieron a caballo, pero no pudieron alcanzarla. Después buscaron por todas partes y no alcanzaron ni rastro de ella.
Eso es lo último que sabemos de la niña loba. Y es allí, en el desierto, cerca del Río Grande, donde este cuento termina.

Alvin Schwartz. Historias de miedo 3. Editorial Everest
Propuestas para mediadoras y mediadores
Texto
Estamos en el Río del Diablo, con John Dent, el trampero y su esposa Mollie. Estamos en un lugar donde había muchos castores. Quizá alguno de estos que vamos a ver ahora. Puede que sean de los que se salvaron de John Dent, experto cazador, en el texto de Alvin Schwartz, de su libro Historias de miedo.
Porque eso es la Literatura. La que nos permite trasladarnos a sitios tan lejanos, de Texas a Canadá, con historias tan distintas. De los lobos a los castores. Vemos a los castores, en esta página.
Y nos habla Schwartz, en Historias de miedo, de aquella niña desnuda, de largo cabello rubio, que iba corriendo entre los lobos. Todo son historias. Es decir, sucesos reales o imaginarios. En el fondo, aventuras.

Palabra magica
Nuestra palabra mágica hoy es rayo. Es el rayo, que el diccionario de la RAE define como «chispa eléctrica de gran intensidad producida por descarga entre dos nubes o entre una nube y la tierra», el que mata a John Dent.
Cualquiera como uno de los que aparecen en esta página.
Pues sí. Quienes hemos leído y releído el texto, hemos llegado a la conclusión de que es la palabra en torno a la que se desarrollan todos los acontecimientos que suceden. Es decir: la historia de este texto. ¿Estás de acuerdo con nosotros? Responde a las siguientes cuestiones:

  • Los vecinos del matrimonio Dent fueron muy deprisa y gracias a ello se salvaron la niña y la madre. (B)
  • A la niña de los Dent la vio, mucho tiempo después, un muchacho que dijo haber visto a una niña desnuda, de largo cabello rubio. (R)
  • Unos hombres, años más tarde, dijeron que esa niña tenía que ser adoptada. Y una pareja lo hizo y la llamó Loba Perdida. (N)
  • Años más tarde, unos jinetes vieron a una joven, de cabello rubio, alimentando a unos lobeznos. (A)
  • Después de que los jinetes vieran a la joven, todo el pueblo salió a recibirla para que se quedase con ellos. (P)
  • Cuando aparecieron los jinetes, la joven apretó a los cachorros contra su pecho. (Y)
  • Al final, ni los jinetes ni nadie pudo alcanzar a la muchacha. (O)

Si con tus respuestas puedes formar el nombre de una chispa eléctrica de gran intensidad, ¡enhorabuena!
Cuentame
Y ahora, si todavía te quedan fuerzas, es tu turno. Quizá no te haya pasado nunca. No hay problema. Queríamos que nos contaras la última historia que has vivido, donde pasaste miedo, de verdad. ¿Nunca se te han llenado de color rojo, las páginas del libro de crímenes que estabas leyendo? Ah, no. Quizá los gritos que has oído provenían del ordenador. De aquellas páginas que viste y que hoy recuerdas diciendo: ¿por qué les haría caso? Sólo a mí se me ocurre ver el miedo, el horror.

Autor

Alvin Schwartz

Nació el  25 de abril de 1927 en Nueva York (USA) y murió el 14 de marzo de 1992 en Nueva Jersey (USA).
Autor de más de cincuenta libros, le gustaba el folclore y los juegos de palabras. Estuvo una temporada en la marina para después interesarse por la escritura, siendo periodista en varios medios. Posteriormente se dedicó a la literatura, siendo sus libros de miedo los más conocidos.
Nuestro observatorio
Más datos biográficos de Alvin Schwart aquí

Bibliografía
Ofrecemos, a continuación, una selección de libros del autor tomada de Canal Lector