Arthur entró en su habitación dando traspiés, encendió la luz y colocó una silla debajo del picaporte. En realidad era el cuarto de costura de su tía Elsbeth, pero, cuando venía de visita, siempre dormía allí. Al lado de la ventana había un maniquí y por todas las paredes colgaban fotos de sus primos: B&B con raquetas de tenis, con cucuruchos de golosinas en su primer día de clase o con un tren eléctrico. La verdad es que todo aquello le resultaba inaguantable, pero, con todo y con eso, era preferible a compartir la habitación con los mellizos.
Mojado como estaba, Arthur se sentó en la cama y sacó el calcetín, que rebullía (1), de debajo del jersey. La criatura empujaba y se revolvía con tal fiereza que a Arthur le costaba sujetarla. Pero cuando la dejó caer sobre la colcha, se quedó quieta de repente.
Como un muerto.
Durante un tiempo interminable.
Sin perder de vista el calcetín, Arthur se despojó se sus ropas empapadas y se puso un chándal. Acto seguido volvió a sentarse en la cama y aguardó (2).
De pronto, una bota roja asomó –despacio, muy despacio- por el calcetín. Luego, otra. Y de repente surgió aquel cuerpo diminuto.
Arthur ase apartó amedrentado (3).
La muñeca se arrodilló en la cama. Levantó las manos de dedos delgados, se retiró el pelo de la cara… y Arthur la miró a los ojos.
Eran rasgados y verdes. Verde oscuro.
Desde el piso de abajo llegaron a sus oídos los berridos de los mellizos.
Los ojos verdes lo miraban de hito en hito (4). Arthur deseaba apartar la vista. Pero no podía.
-¿Quién sois? –preguntó de improviso la pequeña figura; su voz era grave y un poco ronca-. ¿Sois un humano?
Arthur era incapaz de articular palabra.
La figura se irguió (5), cruzándose de brazos.
-¡Ajá! –exclamó mientras su piececito se balanceaba arriba y abajo con gesto de impaciencia-. Es evidente que no sois muy listo. Bueno, mi nombre es Potilla. ¿Cuál es el vuestro?
-Arthur –balbuceó (6) su libertador.
-Arthur -Potilla enarcó las cejas y examinó al chico de la cabeza a los pies-. Un gran nombre para un humano tan pequeño. Sea. ¿Me habéis liberado vos de este calcetín humano?
Arthur asintió.
-Estaba atado con un zarcillo (7) de verónica, ¿verdad?
-¿Con qué?
Potilla levantó la nariz, irritada.
-¿No retirasteis un zarcillo de hojas redondas para liberarme?
-Sí, sí –contestó Arthur de inmediato.
-Hmm… -el hada adoptó una expresión sombría-. ¿Cómo es que ese monstruo sabe tanto de hadas? –murmuró.
Arthur seguía contemplándola boquiabierto.
-Así pues, estoy en deuda con vos, maese Arthur –carraspeó desconcertada-. Sin vuestra ayuda, me habría pasado toda la eternidad en esa prisión apestosa.
-No tiene importancia –repuso Arthur con las orejas rojas como la grana.
-Veamos –Potilla, tras una inclinación de cabeza, escudriñó (8) a su alrededor con expresión de disgusto-. Un lugar humano –constató frunciendo el ceño-. ¿Cómo es que me habéis traído aquí?
-Creía que eras una muñeca –le explicó el chico.
El hada le lanzó una mirada devastadora y se irguió (9) cuan alta era, aunque seguía teniendo el tamaño de una botella de refresco.
-¡Es evidente que no estáis en vuestros cabales! –dijo en voz baja pero amenazadora-. Soy una reina. ¿Es que no tenéis ojos en vuestra cabeza hueca? Aquí –se llevó la mano al pelo y, colorada como un tomate, se tanteó con premura la cabeza y resopló-. ¿Dónde está? –su voz se volvió estridente por la ira-. ¿Qué habéis hecho con ella?
De repente, su vestido irisado se tornó negro como la pez. Alzó las manos trémulas. Arthur temió que lo convirtiera en rana en el acto.
-¿Qué? ¿Cómo? –balbució horrorizado-. Pero ¿de qué me hablas?
-¡Dejaos ya de haceros el tonto, maese Arthur! –el hada cerró sus puños diminutos-.¿Dónde está mi gorro rojo?
-¿Gorro? ¿Qué gorro?
Durante un segundo interminable, Potilla lo miró apretando los labios. Acto seguido dio media vuelta, corrió hacia el calcetín y se metió dentro hasta que sólo asomaron sus pies.
Cuando salió de nuevo, se dejó caer de rodillas sollozando y se cubrió el rostro con las manos. Perlas plateadas botaron entre sus dedos y cayeron sobre la colcha.
Arthur se sentía fatal. Con mucho cuidado, le acarició el pelo con un dedo.
-¿Qué tenía tu gorro de particular? –preguntó preocupado.
-Sin él nunca podré regresar a mi colina –sollozó Potilla-. ¡Está cerrada a cal y canto! ¡Para siempre jamás!
-¡Madre mía –murmuró Arthur, que no entendía una palabra.
-¿De verdad eres una auténtica reina? –quiso saber el chico-. ¿No eres una muñeca? No sé, eléctrica o algo por el estilo…
El hada apartó las manos de su rostro y miró enfurecida al muchacho.
-Y vos ¿estáis seguro de que no sois una oveja? ¡Soy un hada, como podéis comprobar sin dificultad!
-¿Un hada? –Arthur la miró incrédulo-. Pues yo pensaba que las hadas tenían un aspecto completamente distinto.
-¡Vaya! ¿Y cual?
-Bueno, pues con alas. Creía que las hadas tenían alas. Como las mariposas o las libélulas.
-Como las mariposas. Vaya, vaya…
-Sí. Y además las hadas son invisibles.
-¡Invisibles! –Potilla se levantó de un salto y pateó el suelo con sus piececitos, aunque sobre la blanda colcha de la cama su gesto no causó demasiada impresión.
-¡La verdad es que sois tonto de remate! ¡Más que tonto, tontísimo! Sin embargo, he de reconocer que a veces somos invisibles, en efecto. Pero eso es sumamente esforzado, ¿comprendéis? ¡Qué va, vos no comprendéis nada! ¡Nada en absoluto! ¿Por qué tuvisteis que librarme precisamente vos? No me refiero sólo a que seáis pequeño y flaco como un ratón de campo, qué va. Es que además sois tonto como una perdiz. De vos no cabe esperar ayuda alguna. No.
Y volvió a estallar en sollozos.
En ese momento llamaron a la puerta.
Arthur tapó la boca al hada a toda prisa.
-¿Arthur? –era tía Elsbeth.
-¿Sí? ¿Qué pasa? ¡Aaay! –unos dientecitos agudos mordían su dedo, pero Arthur no la soltó.
-¿Te ocurre algo? –quiso saber tía Elsbeth.
-No, no, todo va bien.
-Bueno, entonces baja, por favor. Vamos a cenar. Ha llegado tu tío.
“Lo que me faltaba”, pensó el muchacho.
-Enseguida voy –gritó mientras oía a su tía bajar la escalera.
Inmediatamente soltó al hada y observó con más atención su dedo, que sangraba.
-¿Quién era esa? –preguntó Potilla impasible.
-Mi tía.
-Ajé. ¿Hay más humanos en esta mansión? –Iba y venía por la colcha con paso firme.
-Sí, mis dos primos y mi tío –respondió Arthur confundido-. Pero ¿qué haces?
-Reflexionar, maese Arthur –repuso el hada con desdén. Vos también deberíais intentarlo alguna vez.
Su vestido seguía siendo negro como la noche. Al fin se detuvo y lanzó al chico una mirada sombría.
-He tomado una decisión –anunció-. Preciso tiempo para reflexionar sobre mi desdichada situación. En consecuencia, os ruego que me concedáis asilo hasta la próxima luna llena. Es vergonzoso para una reina de las hadas pedir ayuda a un humano, pero… -se miró los pies, turbada, y prosiguió en voz baja-: Todavía no me atrevo a regresar al bosque. ¿Estáis dispuesto a satisfacer mi demanda (10)?
-Sí, por supuesto- contestó Arthur estupefacto-
-Bien –Potilla le hizo una reverencia-. Os doy de nuevo las gracias.
-Aunque lo mejor será que permanezcas aquí arriba, en la habitación –añadió el chico.
-¿Y eso por qué? Paparruchas.
El hada se subió el vestido y se descolgó por la colcha de la cama hasta el suelo. Las perlas de plata de sus lágrimas rodaron por la moqueta. Luego se encaminó hacia la puerta con paso decidido.
-¡Vamos, aceptaremos la invitación de vuestra tía!
-¡Pero tú no puedes salir de aquí tan campante! Exclamó Arthur estupefacto-
-¿De veras? ¿Y por qué no? –Potilla chasqueó dos veces los dedos y el picaporte de la puerta se onclinó como impulsado por una mano invisible.
-¡No hagas eso! –gritó Arthur alejando al hada de la puerta-. ¡Te lo ruego!
Potilla se cruzó de brazos. El picaporte volvió a proyectarse hacia arriba.
-De acuerdo –replicó arrogante-. Escucho. ¿Hay ahí abajo algún dragón que eche fuego por la boca? ¿Un fanfarrón devorador de hadas? ¿Cuál es si no la causa de vuestro comportamiento, a todas luces ridículo?
-Mis primos –contestó Arthur-. A juzgar por lo que los conozco, te venderían en el acto al zoo más cercano a cambio de unos cuantos videojuegos. Y es muy probable que mi tío te entregara a cualquier institución científica.
-No acierto a seguir del todo el curso de vuestras palabras, pero lo cierto es que parece peligroso –admitió Potilla frunciendo el ceño.
Arthur observó, aliviado, que se alejaba de la puerta.
-¿Qué tal si te haces invisible? Sólo durante una hora más o menos.
El hada negó con la cabeza.
-Ya os he dicho que eso me costaría toda mi fuerza. Las hadas nos tornamos invisibles a lo sumo durante un instante… Hasta que ha pasado algún idiota, como vos por ejemplo.
-Hmm… -gruñó Arthur-. Entonces se me ocurre otra idea. Actuaremos como si fueras una muñeca.
-¿Os referís a uno de esos objetos sin vida y de sonrisa estúpida?
-Exacto. Tú limítate a mantenerte muy tiesa, yo te sentaré encima de mi brazo y podrás contemplar todo con absoluta tranquilidad. Y si después sigues deseando corretear por aquí tal como eres, allá tú. Pero hasta entonces, fingirás ser mi muñeca. ¿De acuerdo?
Potilla lo miró meditabunda. Después asintió.
-Que así sea, maese Arthur. Ofrecedme vuestro brazo. No parecéis tan estúpido como creía.
Y de golpe se quedó sentada hierática (11), como si el hada Potilla hubiera sido producto de su imaginación.
Vocabulario: (1) Rebullía: se movía. (2) Aguardó: esperó. (3) Amedrentado: atemorizado. (4) De hito en hito: con la vista fija, sin distraerse. (5) Se irguió: se levantó. (6) Balbuceó: habló con dificultad. (7) Zarcillo: arete, aro. (8) Escudriñó: examinó. (9) Se irguió: se levantó. (10) Demanda: petición. (11) Hierática: muy quieta, seria
Cornelia Funke. Potilla y el ladrón de gorros. Ed. Siruela
Propuestas para mediadoras y para mediadores.
RECURSOS
Hay cosas difíciles de imaginar. Casi increíbles. Seguro que has ido alguna vez a casa de una abuela, de un tío, de unos primos o de una amiga que vive muy cerca de tu casa. O de un amigo. Eso es más que posible. Hasta ahí, normal. Es algo que sucede muy a menudo.
Pero todo se le empieza a complicar a Arthur. El calcetín que llevaba debajo del jersey, empezó a rebullir, sí, a moverse, como si estuviera vivo. ¿Qué estaba pasando ahí? Sólo tienes que hacer una cosa, al leer este texto de Cornelia Funke: imaginar que te sucede a ti. La situación de que un calcetín que llevabas empieza a moverse, te deja escalofriado. ¿Qué pasa? ¿Qué llevo dentro? ¿Será un bicho horrible? ¿Será que hay una mano invisible, que me está recorriendo por dentro sin yo saberlo? En la literatura, puede pasar de todo. Pero ¿y en la realidad? Aquí tienes unos libros donde hay misterio, fantasía, fantasmas y otras cosas que quizá te gusten. Este es de la autora del texto que has leído. Se llama El caballero fantasma y también lo ha publicado la editorial Siruela.
Y es que a Arthur le pasó de todo. Esperemos que en tus imaginaciones no entre nadie que te dé un mordisco como el que le dio Potilla. Sí con sus “dientecitos”, sólo que agudos. ¡Y sangraba! Pero quedaba lo peor. Potilla quería bajar a ver a tía Elsbeth y eso no podía ser. A Arthur le hubieran dado los siete males. ¡No le faltaba más que eso! La proposición de que se hiciera invisible, no estaba mal pensada, pero no pudo ser. Potilla ni se hacía invisible, ni quería actuar como si fuese una muñeca ni nada. Pero al fin, después de muchas palabras, Potilla admitió ser la muñeca de Arthur y se quedó sentada y muy quieta. A lo mejor, Arthur se imaginaba a las hadas como éstas.
Bastante lejos estas hadas de Potilla. ¿Verdad?
Hoy la palabra mágica es imaginación. A pesar de ver a Potilla, de hablar con ella, de observarla sentada, de decirle que su tío podría entregarla a una institución científica, si bajaba con él, o sus primos llevarla al zoo, para cambiarla por unos videojuegos, Arthur pensaba, al verla sentada quieta, que Potilla podía haber sido producto de su imaginación.
Con la imaginación podemos pensar, representar cosas reales o fantásticas, las podemos escribir, leer, dibujar, fotografiar… Y tantas cosas. Aquí tienes un ejemplo de ilustración
Pues ahora te toca a ti disfrutar con tu imaginación. ¿Recuerdas qué imaginaste la última vez? ¿Quién eras? ¿En qué pensaste? ¿Por qué crees que se te ocurrió eso que imaginaste? ¿Piensas que se relacionaba con alguna cosa que te llamó mucho la atención? ¿Soñaste mientras dormías, antes o después, algo relacionado con lo que imaginaste? ¿Jugabas a algo? ¿Fue algo bueno, agradable, divertido o fue muy tenebroso? ¿Era real o era solamente una idea?
Si te gustan los libros de imaginación, aquí te proponemos unos cuantos. Seguro que en la biblioteca los puedes encontrar. A propósito: ¿cuándo fuiste por última vez? ¿Qué buscabas? ¿Con quién estuviste? A ver si recuerdas cómo se llamaba la bibliotecaria o el bibliotecario.
En este libro, conocerás a Héctor y Bijou, que continúan atrapados en el mundo fantástico del Agujero. Un mundo imaginario, gobernado por un despiadado rey se encuentran atrapados dos niños, Héctor y su compañera de curso Bijou. El libro se llama La princesa y el traidor. Es de Andreu Martín y Jaume Ribera y está editado por Anaya.
O este otro, de Roberto Pavanello, en editorial Montena, Bat Pat. El secreto del alquimista.
Cornelia Funke
Nació el 10 de diciembre de 1958 en Dorsten, una pequeña ciudad de Westfalia (Alemania).
Desde el año 2005 vive en Los Ángeles (USA) en una casa blanca de madera con sus dos hijos y una perra.
Le gusta mucho leer, ir al cine, dibujar y dar largos paseos con su familia y su perra. De pequeña le gustó leer a Tom Sawyer, los hermanos Corazón de León, Narnia…De pequeña quería ser astronauta, también piloto de aviones e incluso quiso irse con los indios.
Los nombres de los personajes de sus libros se le ocurren consultando las guías de teléfonos, diccionarios de nombres y en otros casos se los inventa. Su ordenador tiene también nombre, el actual que es de 2011 se llama Jack
Más datos sobre Cornelia Funke en su página web y en la entrevista realizada por Canal Lector
BIbliografía
Ofrecemos, a continuación, una selección de libros de la autora tomada de Canal Lector
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